Los placeres cotidianos / 26 de febrero de 2025
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HACERLE JUSTICIA A UN LIBRO
Hay pocos disfrutes comparables a perderse dentro de un buen libro: sumergirse en sus páginas, imaginar a los personajes, recrear escenarios en la mente y escuchar las voces de los protagonistas como si fueran amigos cercanos. Pero hay otro placer menos frecuente, una convergencia casi imposible: ver una película basada en un libro querido y descubrir que no sólo respeta la obra original, sino que la eleva, le da vida de una manera que pareciera, incluso, haber adivinado nuestra personal manera de imaginarla.
Uno de los casos más memorables, al menos para mí, es Sostiene Pereira. La novela de Antonio Tabucchi es una joya: sutil, profunda y con un protagonista inolvidable. Hace ya años, cuando la vi anunciada como película, me invadió el escepticismo habitual. ¿Cómo iban a capturar esa Lisboa sofocante de finales de los años 30? ¿Cómo retratarían la transformación de Pereira sin caer en la exageración? Pero entonces apareció Marcello Mastroianni. No sólo interpretó a Pereira: fue Pereira. La película no traicionó la novela, sino que la dotó de una nueva dimensión emocional. Mastroianni, con su mirada cansada y su vulnerabilidad a flor de piel, hizo que el tránsito del periodista apático a la conciencia política resultara aún más conmovedor que en el libro.
La historia del cine está plagada de adaptaciones fallidas, donde el libro se ve mutilado, simplificado o traicionado en pos de la taquilla. Recordemos el desastre de La hoguera de las vanidades, la novela ácida y despiadada de Tom Wolfe convertida en una comedia insulsa. O El amor en los tiempos del cólera, que perdió toda su poesía en una adaptación que jamás logró capturar la esencia de García Márquez. O El perfume, que, a pesar de su fidelidad visual, nunca pudo transmitir la riqueza sensorial de la prosa de Patrick Süskind.
Pero cuando el cine acierta, el resultado es pura magia. El Padrino, por ejemplo, es una de esas raras excepciones en las que la película supera al libro. Mario Puzo creó una historia magnética, pero fue Francis Ford Coppola quien le dio el aliento épico que la convirtió en una obra maestra. Otro caso admirable es No es país para viejos, donde los hermanos Coen trasladaron el universo seco y brutal de Cormac McCarthy con precisión quirúrgica, casi sin alterar una línea de diálogo. Aquí, Bardem se sale: se coloca en el nivel más sublime de la actuación. Tan simple, tan poderoso.
Y luego está El nombre de la rosa. La novela de Umberto Eco es una delicia intelectual, un thriller medieval cargado de referencias filosóficas y teológicas. ¿Cómo transformar eso en una película accesible sin perder su espíritu? Jean-Jacques Annaud lo logró, en gran parte gracias a la actuación de Sean Connery, que supo darle a Guillermo de Baskerville la mezcla perfecta de agudeza, ironía y humanidad. Sí, se sacrificaron detalles de la trama, pero la esencia quedó intacta.
También existen adaptaciones que, sin ser mejores ni peores que los libros, aportan una perspectiva distinta, una lectura nueva. Apocalypse Now, otra chulada de Coppola, hizo algo maravilloso con El corazón de las tinieblas de Conrad, trasladando su historia al Vietnam de los años 70 y logrando una obra de arte en sí misma.
A fin de cuentas, tanto la literatura como el cine comparten un propósito: contar historias. Y cuando ambos se combinan con respeto y talento, el resultado es un placer doble. Como lector, pocas cosas me emocionan tanto como ver a un personaje que imaginé en mi cabeza cobrar vida en la pantalla sin traicionar su esencia. Como amante del cine, me emociona descubrir nuevas capas en una historia que creía conocer. Entre libros y películas, la imaginación siempre gana.
Por eso, cuando encuentro una adaptación que hace justicia a su libro, lo celebro como un pequeño milagro. Porque, en este mundo de decepciones cinematográficas y versiones mediocres de grandes obras, hallar una película que respete y engrandezca una historia es, sin duda, uno de esos placeres que vale la pena paladear.
Es miércoles. En la noche iré con la Unagi a la Gala Sinfónica. ¿Qué más se puede pedir? Bonito día.
excelsior