¿Perderá Trump a América Latina?

El presidente Donald Trump y su equipo parecen empecinados en asfaltarle a China las autopistas que le permitirán consolidar su presencia en América Latina. A comienzos del siglo XXI, Estados Unidos dominaba el comercio hemisférico, con la excepción de Cuba. Un cuarto de siglo más tarde, los únicos países de Sudamérica donde aún conserva esa primacía son Colombia, Ecuador, Venezuela, Guyana, Surinam, la Guayana Francesa y Paraguay. En el norte, perdió Groenlandia; y en Centroamérica, Panamá.
En el año 2000, Estados Unidos superaba a China en el comercio mundial por un margen de 4,22 veces. Hoy, los chinos los aventajan en 1,1 billones de dólares, y bilateralmente mantienen un superávit anual cercano a los 300.000 millones de dólares. Esta dura y cruda realidad llevó a Trump a iniciar su conocida guerra arancelaria, imponiendo fuertes tarifas a los productos chinos y aplicando un gravamen del 10 % a la mayoría de los países (actualmente en pausa). El comercio, y no la geopolítica, se ha convertido en el eje gravitacional de sus relaciones exteriores. Washington ha dado un giro de 180 grados y ha regresado al proteccionismo que, años atrás, combatió con mano de hierro. Es irónico que sus políticas se asemejen más hoy al modelo impulsado por la Cepal que al de la Escuela de Chicago, impuesto a sangre y fuego en Chile durante la dictadura de Pinochet, quien llegó al poder con el patrocinio de Nixon y Kissinger tras dar un brutal golpe de Estado a Salvador Allende.
La pregunta que deberían hacerse en Washington es si portar un garrote —al mejor estilo de Roosevelt—, dar órdenes y lanzar amenazas puede ser una receta eficaz hoy en América Latina. Trump cree que “el verdadero poder es el de dar miedo”, siguiendo el consejo del florentino. En el capítulo XVII, “De la crueldad y la clemencia”, Maquiavelo plantea: “Es mucho más seguro ser temido que amado, cuando se ha de faltar a una de las dos”. Sin embargo, hace una distinción crucial: el príncipe debe procurar ser temido, no odiado. La clave está en gobernar con firmeza, imponiendo respeto y autoridad, evitando actos que generen un resentimiento profundo en los súbditos, como el abuso del poder, la humillación gratuita o el despojo injustificado de bienes. Al parecer, Trump no leyó la página completa.
Los tiempos están cambiando, como dice la canción de Bob Dylan. Y mientras Trump blande su garrote, e impulsa un modelo oligárquico y autocrático, Xi Jinping, en cambio, busca alianzas.
El trato que está dando a los inmigrantes latinoamericanos —a quienes criminaliza— dejará una honda herida que tardará años en cicatrizar. Esa actitud refuerza un largo historial de agravios en la región, donde Estados Unidos ha combinado todas las formas de lucha: desde el terrorismo —al dinamitar los puertos en Nicaragua— hasta la guerra abierta y el bloqueo económico, como en Cuba. Trump está despertando viejos fantasmas. En Colombia no se olvida que Washington fue la causa eficiente de la separación de Panamá, país del que ahora pretende expulsar a los chinos con el falaz argumento de que se han apoderado del Canal interoceánico. Algunas cosas parecen inocentes, y no lo son. Pretender cambiar el nombre del Golfo de México entraña un designio colonial.
Se dice que la historia no nos puede decir qué hacer, pero sí qué no debemos hacer. Alguien debería recordarle a Trump cómo terminó la política de los Reyes Católicos en sus colonias americanas, con la Casa de Contratación de Sevilla, establecida en 1503, para administrar y controlar el comercio de ida y vuelta, asegurando un férreo monopolio. Con ella prohibió la migración de judíos, moros, gitanos y herejes, e impuso un arancel del 20 % a las mercancías, para engrosar las arcas reales. La institución desapareció en 1790, y a partir de ese momento España comenzó a perder uno a uno sus dominios, en un efecto dominó. En el Archivo de Indias de Sevilla, ubicado en un edificio levantado en tiempos de Felipe II, reposan 80 millones de páginas de documentos originales sobre tres siglos de comercio con América, que sus investigadores podrían consultar.
A finales de enero, cinco días después de que Trump asumiera la presidencia y comenzara las deportaciones masivas de inmigrantes, el presidente Gustavo Petro hizo devolver dos aviones militares norteamericanos en pleno vuelo, argumentando que Estados Unidos no podía tratar como delincuentes a los migrantes colombianos, quienes venían encadenados de pies y manos. El hecho desató la furia imperial, e inmediatamente decretó la imposición de aranceles al país. La crisis, sin embargo, que duró solo unas horas, quizá porque alguien le hizo ver a Trump la valía geopolítica de Colombia, le sirvió para escribir el prólogo de la guerra arancelaria como estrategia para contener el avance chino.
Ha muerto el papa Francisco, figura estelar en la historia contemporánea y aún más en la de América Latina. Merece recordarse que fue él quien propició el trascendental acercamiento entre los Estados Unidos de Barack Obama y la Cuba de Raúl Castro, lo cual permitió pensar en la reconciliación entre estas dos naciones. Este episodio llevó a Obama a pronunciar, en español, su célebre frase: “Todos somos americanos”, algo que contrasta con el accionar de Trump en la región. Tampoco puede olvidarse el papel de ambos países en el proceso de paz con las FARC en Colombia, liderado por el presidente Juan Manuel Santos. Fue en La Habana donde el papa Francisco y Kirill, patriarca de Moscú y de toda Rusia, dieron un paso trascendental en el diálogo interreligioso mundial. Dos importantes ramas del cristianismo separadas desde el año 1054. Fue otro momento.
Son muchos los signos que anuncian una fractura cada vez más profunda, un distanciamiento pernicioso entre Washington y los pueblos al sur del río Bravo, propiciado por la política xenofóbica y claramente violatoria de los derechos humanos, impulsada por Trump. Entre tanto, China, golpea las puertas para ofrecer cooperación y alianzas.
EL PAÍS