Bach y András Schiff deshacen el tiempo en Leipzig

La música de Bach se transforma, la transforman y nos transforma. En estas tres derivadas podría resumirse, a modo de trinidad, la tesis que ha sustentado este año gran parte de la programación del Bachfest de Leipzig, el festival más importante del mundo dedicado al compositor alemán, que vivió aquí los últimos 27 años de su vida. Desde la inauguración se han sucedido múltiples ejemplos de plasmaciones de estos tres principios, algunos ya comentados en crónicas anteriores. Algunas propuestas no han tenido quizá la traducción sonora ideal, pero un festival debe intentar dejar huella más allá de las interpretaciones, irremediablemente efímeras. Quienes hayan pasado estos días por Leipzig ―y hasta aquí ha viajado gente procedente de todo el mundo― habrán visto iluminados a buen seguro aspectos de su producción que normalmente quedan en zonas de sombra.
Bach se impuso numerosos retos durante su vida: en esencia, afrontado y completado uno, raramente volvía sobre él, porque prefería adentrarse en nuevos senderos aún inexplorados. En ese sentido, sus dos libros de El clave bien temperado constituyen una excepción, porque nacieron, además, en momentos muy diferentes de su biografía: el primero, en Cöthen, la ciudad en la que no le hubiera importado poner fin a sus días (lo confesó con estas mismas palabras a su amigo Georg Erdmann en una carta fechada el 28 de octubre de 1730); el segundo, aquí en Leipzig, donde fue sin duda menos feliz y que hubiera preferido abandonar–y este fue el motivo principal que le impulsó a escribir aquella misiva– para encontrar trabajo lejos de allí. Uno y otro nos muestran al compositor inmediatamente antes y justo en la recta final del período lipsiense, el más dilatado de su vida profesional. El primero es casi el homólogo instrumental y profano de las Cantatas BWV 22 y 23, que formaron parte de su audición para obtener el puesto de Cantor en la Thomasschule; el segundo es, en la línea enciclopédica y especulativa de El arte de la fuga, la Ofrenda musical o la Misa en Si menor, una exhibición de sus poderes y una summa de sus conocimientos. En ambas colecciones se crean universos completos, perfectamente cerrados sobre sí mismos, que invitan a un eterno retorno, ya que el final nos devuelve al filo del principio. Círculos perfectos.

El único manuscrito autógrafo de Bach de su segundo libro de El clave bien temperado (en cuya preparación colaboró, en al menos cuatro preludios y fugas, su segunda mujer, Anna Magdalena) se encuentra en la British Library de Londres. La partitura no está completa, porque faltan tres preludios y fugas (en Do sostenido menor, Re mayor y Fa menor), fácilmente completables con otras copias realizadas en el círculo del compositor, pero constituye el único testimonio directo que ha llegado hasta nosotros salido de mano de Bach. Muy lejos de ella se encuentra su hermano de sangre, el manuscrito que contiene el autógrafo del primer libro, preservado en la Staatsbibliothek de Berlín. Mientras que ésta es una copia a limpio, inmaculada, con una portada cuidadosamente redactada por el compositor (y, muy posiblemente, con un mensaje encriptado), la de Londres revela las cicatrices de su larga gestación, que se dilató al menos entre 1738 y 1742, y en la que no faltaron revisiones y correcciones del compositor. El cotejo con otras fuentes primarias, preparadas en el entorno del músico y en algunos casos supervisadas por él mismo, corrobora la idea de que la obra experimentó constantes mutaciones y alteraciones (léase transformaciones), hasta el punto de acoger variantes significativas en copias refrendadas, al menos en apariencia, por su autor. Como es moneda corriente en el catálogo de Bach, ambos libros no se publicaron hasta 1801 en Bonn, más de medio siglo después de su muerte.
Sir András Schiff ha hecho de Bach casi la razón de ser de su vida. Lo ha acompañado sin cesuras a lo largo de toda su trayectoria profesional y raro ha debido de ser el día en que, en público o en privado, no haya tocado su música, que para él es el mismo “pan cotidiano” al que se refirió Chopin: su grandeza le alimenta y le abruma casi en igual medida. El 7 de enero de 2021, por ejemplo, en tiempos difíciles para todos, tocó un recital dedicado íntegramente a la música de Bach en un desierto Wigmore Hall, en Londres. De ahí que él mismo presentara cada una de las obras para el público invisible que podía seguir la transmisión en directo en streaming. Y, al comienzo mismo, dijo que “no hay que preguntarme el porqué de hacer un programa dedicado monográficamente a Bach, porque una y otra vez digo que, de lejos, el más grande compositor que ha vivido nunca es Johann Sebastian Bach. Es algo que no hace falta demostrar”. Y, antes de referirse en concreto a la primera obra del programa, apostilló con una leve sonrisa: “Quienes no estén de acuerdo no tienen que escuchar el concierto”.

En Leipzig no se ha dirigido al público ―no era necesario―, porque la música hablaría con seguridad por sí sola, como así hizo. A sus 71 años, Schiff ya no ha tocado la obra de memoria, como siempre ha hecho para asombro de todos, sino que prefirió salir pertrechado al escenario con la partitura de Henle Verlag (y un discretísimo y eficaz pasapáginas), editada por Yo Tomita y con las digitaciones del pianista húngaro. Al terminar el concierto, él mismo la recogió del atril del piano y se retiró del escenario pasadas las once de la noche abrazado a ella como quien custodia un preciado tesoro que hay que preservar. Al comienzo, sin embargo, cosa rara en él, no empezó a tocar a su mejor nivel y costaba identificarlo. Pero algo cambió a partir del Preludio en Re mayor, muy extenso, cuyas dos secciones Schiff repitió, como prescribe Bach y como haría durante todo el concierto. Entonces, de repente, el pianista se encontró a sí mismo y empezó a obrar las maravillas de costumbre.
Los primeros prodigios llegaron enseguida, con las Fugas en Re menor y Mi bemol mayor, un dechado de lógica y de planificación de las voces, que Schiff consigue situar siempre en el plano justo que demanda la música en cada momento, a pesar de mantener, en general, una dinámica muy homogénea y un uso casi imperceptible del pedal de resonancia. En el Preludio en Re sostenido menor se animó a introducir adornos puntuales en las repeticiones y en el díptico en Fa mayor impartió una clase magistral de alta pulsación. La Fuga en Sol mayor fue leve, cristalina, y en el Preludio y Fuga en Si bemol menor se manifestó quizá más que nunca una identificación total entre compositor e intérprete: observar a Schiff mientras lo tocaba nos regalaba a su vez la imagen misma de la felicidad. El húngaro apenas introdujo pausas en la larga secuencia de piezas, salvo una muy marcada en la primera parte entre los dípticos en Re sostenido menor y Mi mayor: también él es humano. La sensación era la de estar escuchando un flujo de música ininterrumpido y que avanzaba guiado por una lógica superior, incontestable.

Al final, dada la magnitud y la persistencia de los aplausos, Schiff se dispuso a ofrecer una propina. ¿Qué tocar después de haber ascendido, escalón a escalón, desde Do mayor a Si menor? El húngaro se decantó por la única opción posible: el Preludio y Fuga en Si menor que cierra el primer libro de El clave bien temperado, un guiño a un nuevo recorrido simbólico por las 24 estaciones que precedieron a estas: Ma fin est mon commencement. Según el reloj, habían transcurrido ya más de tres horas de recital, una medición objetiva del tiempo que chocaba de lleno con la percepción subjetiva: Cronos versus Kairós, como en la Cantata BWV 8 que había dirigido días antes John Eliot Gardiner. Bach y Schiff, de la mano, habían logrado desleír el tiempo, deshacerlo.
Pero no todo han sido experiencias de este calibre en los últimos días en Leipzig. Diego Fasolis, un director incomprensiblemente sobrevalorado, ha dirigido dos conciertos a I Barocchisti y el Coro de la Radiotelevisión Suiza (con el gran Giuseppe Maletto entre sus miembros). En el primero, dispensó un incómodo trato diferente a dos integrantes italianas de su coro y a las dos solistas (alemana y austríaca) que interpretaron, respectivamente, el Stabat Mater de Pergolesi y su transformación en motetto por parte de Bach. Contraponer el modelo y su nuevo avatar (con un texto alemán) es introducirse de lleno en su taller compositivo. Pero Fasolis, un director de gesticulación muy poco estética, se empeña en dirigirlo todo, cercenando toda naturalidad. Tiene, además, manías absurdas, como dejar suspendida en el aire la sonoridad de la última consonante del texto después de concluida la música, como hizo con la ene final en ambos Amen. Y al final se sacó de la manga una repetición del Amen de Bach con varias cantantes adicionales en la galería del órgano y un oboe que no pegaban lo más mínimo con todo lo anterior. No mejoraron mucho las cosas el día siguiente en la Nikolaikirche, con cuatro cantatas de Bach para la festividad de Quincuagésima. Lo más salvable volvieron a ser la soprano Lydia Teuscher y la contralto Margot Oitzinger. Textos confusos, desequilibrios entre orquesta y coro, falta de fluidez, solos instrumentales deficientes, aburrimiento generalizado: poco que salvar en dos conciertos perfectamente olvidables.

Alexander Grychtolik, también en la Nikolaikirche, aventuró cómo podría haber sonado una pasión-oratorio a partir de un texto de Picander (autor de los textos de la Pasión según san Mateo) publicado en Leipzig en 1725 y que Bach tuvo que conocer. Valiéndose de idénticos procedimientos a los utilizados muchas veces por el compositor en sus parodias (como la operada a partir del Stabat Mater de Pergolesi), Grychtolik recurre a la música de arias y coros completos de obras de Bach que se ajustan como un guante, por su prosodia y la longitud de sus versos, a los nuevos textos de Picander. Escribiera o no Bach una composición semejante, el problema es que Grychtolik no es un buen concertador y se empeña asimismo en controlar y dirigir innecesariamente todo (hasta los saludos finales) con un cierto alambicamiento: en un momento dado, marcó incluso las batidas de un trino de una de sus solistas. Hubo también un desequilibrio entre el abultado conjunto instrumental (el excelente grupo belga Il Gardellino, con Jan De Winne y Marcel Ponseele entre sus miembros) y los nueve cantantes. Entre estos, Daniel Johannsen salvó sus intervenciones a fuerza de entusiasmo y Miriam Feuersinger volvió a exhibir su potencial, aunque pareció incómoda y constreñida en todo momento. William Shelton y Tiemo Wang cumplieron con profesionalidad, mientras que el bajo Jonathan Sells pasó no pocos apuros.
Este mismo cantante suizo-británico es el director artístico de Solomon’s Knot, una agrupación inglesa cuya principal peculiaridad es que sus cantantes renuncian a la partitura y cantan todo de memoria (otro tanto sucede con las partes instrumentales obbligato de arias y ariosos). Ellos ahondaron también en el mundo de las parodias de Bach, con dos obras fúnebres (BWV 198 y 1143) para el príncipe Leopold de Anhalt-Cöthen (su antiguo patrón) y para la electora Christiane Eberhardine de Sajonia. La primera sería parodiada en la perdida Pasión según san Marcos, mientras que la segunda reutilizaría en gran medida música de la Pasión según san Mateo, estrenada dos años antes. Ver y escuchar el viernes a Solomon’s Knot en la Iglesia Evangélica Reformada producía sensaciones contrapuestas. Es evidente lo muchísimo que han tenido que trabajar para ser capaces de interpretar obras tan complejas sin partitura. Sin embargo, lo que suena realmente no despierta emoción, porque carece de personalidad y se diría en exceso precocinado, mecánico. Cantantes e instrumentistas (con la flautista española Eva Caballero entre sus miembros) exhiben un buen nivel general, aunque entre los primeros destacan con claridad los tenores Thomas Herford y, sobre todo, David de Winter. Sus maneras despiertan empatía y su esfuerzo suscita admiración, pero sus interpretaciones raramente superan el umbral de la corrección.

El capítulo de las decepciones se cierra con una propuesta original, pero ejecutada de manera muy deficiente. Del mismo modo que Michael Maul propuso en el pasado un Mesías o un Anillo confeccionados a partir de distintas músicas de Bach, David Stern y la Opera Fuoco Orchestra han elaborado unas Cuatro estaciones con sinfonías, recitativos, arias y corales tomados de las cantatas de Bach y que hacen referencia, directa o indirecta, a primavera, verano, otoño e invierno. Sobre el papel, a pesar de ciertos choques tonales entre piezas, la propuesta es original y atractiva. Pero ni cantantes, ni instrumentistas ni director supieron dar lustre a la idea: mucho entusiasmo, tempi casi siempre desbocados y, sobre todo, afinación muy imprecisa y no pocos desajustes.
Pero acabemos mejor con lo mucho positivo de estos últimos días, entre lo que ha brillado especialmente el concierto de la Orquesta de la Gewandhaus, extraordinariamente dirigida por Jakub Hrůša. En programa, el triple Concierto BWV 1063 de Bach (tocado al piano por los tres primeros premiados del Concurso Bach del pasado mes de marzo); la Sinfonía núm. 2 de Honegger, para orquesta de cuerda, con un coral inventado final –un inequívoco homenaje a Bach– reforzado por una trompeta; y la Sinfonía núm. 4 de Brahms, cuyo último movimiento vino inspirado por el coro final, en forma de chacona, de la Cantata BWV 150, publicada por primera vez en 1884 (¡circa 175 años después de ver la luz!), cuando el hamburgués, fiel suscriptor de la primera Bach Ausgabe, estaba componiendo la obra. Años después, Brahms entonaría su adiós definitivo con sus Preludios corales para órgano, otro homenaje inequívoco a Bach, cuyo retrato colgaba justo encima de su cama, como un ángel de la guarda, en su apartamento de la Karlsgasse.

Varias de las cimas interpretativas de esta semana las han protagonizado dos clavecinistas franceses: Benjamin Alard y Jean Rondeau. Su manera de tocar es muy diferente, como también lo es su aspecto o su manera de vestir, pero ambos son dos bachianos consumados. El primero está grabando una integral de la obra para teclado del alemán en el sello Harmonia Mundi llamada a ser una referencia durante décadas. Sus recitales en la Alte Börse (al clave) y en la Sommersaal del Bach-Archiv (al clavicordio con pedales) han sido dos dechados de sensibilidad y poesía, especialmente el segundo, tocado de noche para menos de medio centenar de personas en una pequeña sala acorde con la sonoridad evanescente y casi fugitiva del clavicordio. Gracias al acoplamiento con un segundo instrumento provisto de pedales, escuchamos música organística con una sonoridad absolutamente diferente de la habitual: no “llenaba el aire todo”, como el órgano de Salinas al decir de Fray Luis, sino que, con nuestros oídos en permanente estado de alerta, las notas parecían escaparse raudas por las ventanas abiertas de la Sommersaal.
Ya se ha hablado aquí de las fascinantes Variaciones Goldberg que Jean Rondeau ha tocado en Leipzig con su cuarteto Nevermind. El día siguiente, en solitario, este joven con aspecto de ermitaño (o profeta) tocó en el Antiguo Ayuntamiento un recital que tenía la fantasía del Bach improvisador como eje central. Coincidió con Alard en una obra (la Toccata BWV 911) e hizo justicia a la transformación, el principio rector del festival, tocando piezas escritas originalmente para laúd, flauta (la Allemande de la Partita BWV 1013) o violín. Reservó para el final la Ciaccona de la Partita BWV 1004, adaptando al clave, y con ambas manos, la transcripción pianística de Brahms para la mano izquierda. Y, antes de tocarla, habló largamente sobre la muerte, día tras día, de tantas personas inocentes en las guerras que asolan el mundo. Rondeau toca con más libertad y laxitud agógica que Alard, pero con idéntica hondura y excelencia técnica. Fuera de programa, tocó el Aria de las llamadas Variaciones Goldberg y luego se lanzó a tocar, sin pausa, las cinco primeras: la transformación como motor del mundo.

En esa misma sala histórica del Antiguo Ayuntamiento asistimos el viernes al muy emocionante acto de entrega de la Medalla Bach de este año al gran oboísta belga Marcel Ponseele, precedida de un discurso del musicólogo neerlandés Frans de Ruiter, consumido físicamente, pero tan elocuente como siempre en su laudatio. Propuso escuchar algunas antiguas grabaciones del premiado que despertaron escalofríos en muchos de los asistentes. En la Alte Börse triunfó el sábado por la mañana el violonchelista barroco sevillano Víctor García García (triunfador en el Concurso Bach de 2024), que tocó e improvisó como un joven maestro. En el Paulinum, la noche del viernes, el sexteto femenino Sjaella y el organista Lukas Pohle plantearon una alternancia constante de preludios corales de Bach y piezas vocales escritas para ellas por Laura Marconi y Gianluca Castelli. Al igual que sucedió en la Fundación Juan March en el concierto inaugural de esta temporada, cuesta imaginar un concierto mejor armado y mejor interpretado, cuidando también al máximo los aspectos puramente estéticos de la puesta en escena.
El domingo por la mañana, en fin, varios musicólogos presentaron ponencias a modo de homenaje, en su 85º cumpleaños, a Christoph Wolff, el gran patriarca actual del saber bachiano y cuyo último libro acaba de traducir entre nosotros la editorial Acantilado. Verlo de nuevo en Leipzig, en buena forma, ha sido un broche de oro para estos días transformadores. El año que viene, más Bachfest, cuyo lema, En diálogo, volverá a apelar a sus visitantes, que son quienes han elegido, mediante votación, sus 50 cantatas de Bach predilectas, que servirán de armazón central de su programación.
EL PAÍS