En el Blas Galindo se vivió una mezcla de febril vitalidad y madura templanza

En el Blas Galindo se vivió una mezcla de febril vitalidad y madura templanza
▲ El maestro Diemecke al frente de la OECCh, durante la ejecución del programa De mitos y leyendas. Foto Ángel Vargas
Ángel Vargas
Periódico La JornadaLunes 2 de junio de 2025, p. 4
El auditorio Blas Galindo del Centro Nacional de las Artes (Cenart) se convirtió el sábado pasado en un territorio de lo insólito.
Bajo la sapiente batuta de Enrique Arturo Diemecke, director invitado, la Orquesta Escuela Carlos Chávez (OECCh) emprendió un peculiar viaje sonoro por tiempos y parajes insospechados con el programa De mitos y leyendas, que se repitió ayer en el Complejo Cultural Los Pinos.
Fue una especie de exorcismo musical en el que demonios montañeses y amantes alucinados bailaron al ritmo de las notas de Una noche en la árida montaña, del ruso Modest Mussorgsky (1839-1881), y La sinfonía fantástica, del francés Hector Berlioz (1803-1869).
Una experiencia subyugante para el público que llenó casi tres cuartas partes del recinto y que durante cerca de hora y media disfrutó con la febril vitalidad de los jóvenes integrantes de la agrupación, guiados por la templanza, conocimiento e intensidad de aquel maduro director mexicano, una de las figuras más importantes de la música nacional hoy día.
Para todo músico, siempre es un privilegio compartir lo que más ama en la vida: la música
, comentó Diemecke en una breve intervención, micrófono en mano, antes de alzar por vez primera la batuta y comenzar esa suerte de sortilegio conformado por ese par de obras que tienen que ver con lo sobrenatural.
Suena cursi, lo sé, pero la música es el alimento del espíritu. Y lo es porque nuestro espíritu siempre está lleno de ansiedades, de inquietudes, de amor, de pasión, de entrega, de felicidad, de tristezas, y necesitamos algo que nos ayude a que todo eso sea ecuánime. Allí es donde entra la música.
La obra de Mussorgsky fue un aquelarre sonoro. Los metales escupieron llamaradas, las cuerdas delinearon sombras inquietantes. Diemecke, a la manera de un chamán, extrajo de los jóvenes ejecutantes un crescendo infernal que desembocó en campanas redentoras.
Esa montaña maligna nos enseña que tras la tormenta viene la calma, que no está perdido nada
, anticipó al inicio el director. El público, extasiado, estalló en aplausos al finalizar la pieza.
El sueño de opio de Berlioz
Tras un breve intermedio llegó el viaje sicodélico con la Sinfonía fantástica. Antes, Diemecke tomó el micrófono para contar la anécdota de esta obra. Berlioz, dolido de amor, intentó suicidarse ingiriendo opio, pero soñó su propia muerte, relató.
La obra fue un recorrido onírico de cinco movimientos en los que las cuerdas y maderas fueron del suspiro hasta el grito, los metales condujeron a instantes refulgentes y hubo también un pasaje en el que el corno inglés y el oboe emularon el diálogo de dos pastores en el campo.
Además, una marcha guio el camino del cadalso a la guillotina, y el dies irae (canto de la ira) gregoriano se mezcló con las risas de las brujas para concluir de tal manera esa estrambótica experiencia.
El público, entre atónito y embelesado aún, reaccionó de festiva manera a tan impetuosa y bien lograda ejecución, con atronadoras ovaciones. Los jóvenes músicos mostraron así que han logrado conformar una orquesta cohesionada, balanceada y potente.
Diemecke, fiel a su apasionado estilo, dirigió ambas obras de memoria, sin partitura; tampoco usó batuta. Habitó la música y dejó que ésta lo habitara, a partir de esa suerte de coreografías tan suyas, en las que el prodigio sonoro se torna materia dúctil que él moldea entre sus manos y el resto de su anatomía, con vistosos movimientos que van de lo sutil a lo vertiginoso.
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