La última canción

En diciembre de 1995 la Associació d’Enginyers Industrials de Catalunya publicó un libro de título inequívoco: Joan de Sagarra . Sus autores eran J.M Garcia Ferrer y Martí Rom, que, a partir de conversaciones con Sagarra, desmenuzaban su vida y su obra y complementaban esta inmersión biográfica con comentarios de los amigos y los familiares –Josep Maria Carandell, Lluís Permanyer, Enrique Vila-Matas, Marcos Ordóñez– que el biografiado escogió con orgullosa arbitrariedad. En la portada del libro aparece la fotografía de un Joan de pocos meses. Mira a cámara con una expresión escrutadora, intensa, de bebé terrible . No sonríe, se rasca la cabeza y ya tiene el mismo rictus oblicuo que, en adelante, perfeccionó sin llegar nunca a la categoría de mueca. Era un rictus que le servía tanto para esbozar sonrisas de complicidad como escupitajos de desprecio, o para entonar canciones maceradas en ron antillano y en una sentimentalidad con pedigrí y bouquet.
Lee tambiénEn 1995 Sagarra tenía cincuenta y siete años y ya era un periodista susceptible de ser biografiado con la metódica atención de los autores de un libro que, a día de hoy, mantiene su vigencia. En la introducción, Garcia Ferrer subraya la condición “iconoclasta, provocativa y descarada” de sus artículos. Años más tarde, sabiendo que la ironía bien entendida empieza por uno mismo, Sagarra reconvertía este sambenito simplificador en “ iconoplasta ”. La introducción también incluye una confesión que, cuando aún resuena el Et maintenant que, según las crónicas, cerró el funeral, conviene citar: “He soñado que Marsé sobrevivía, y yo también. Los dos éramos ciegos, y dando un paseo nos encontrábamos gracias al hecho de que nuestros perros se reconocían. Marsé me hablaba de Ava Gardner, y yo a él de Gene Tierney”.
Como el periodismo es una tribu endogámica, a veces podemos excedernos en el celo necrológicoColegas de los dos periódicos en los que Sagarra escribió en los últimos años ( El País, La Vanguardia ) lo han recordado con grandes artículos (Xavier Mas de Xaxàs, Eugeni Madueño, Jacinto Antón, Joaquín Luna). Como el periodismo es una tribu endogámica, a veces podemos excedernos en el celo necrológico. Pero para los que le leímos intentando corresponderle con la misma ferocidad con la que él escribía o que llegamos a conocerlo –sin saber nunca si, de entrada, nos maltrataría con la torpeza de los tímidos o nos adoptaría con un afecto generoso–, agradecemos este ejercicio de memoria y libros como el de Garcia y Ferrer y Rom, que incluyen esta declaración de últimas voluntades: “El entierro será en París, donde nací. Cuando muera está previsto que me incineren. Los amigos cogerán por la noche una de esas barcas (bâteau-mouche) que navegan por el Sena, sonarán las músicas que quiero, se beberá champán y la gente bailará. Al pasar por el Quai Voltaire se tirarán mis cenizas al río. Mientras tanto sonará la habanera La Paloma . Será la última canción”.
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