¿Por qué el Barrio Rojo de Ámsterdam pasó de parecerme lo más moderno a repugnante?
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Hace 25 años visité Ámsterdam por primera vez. Era verano, hacía calor y los canales refulgían con toda su belleza en una de las ciudades que, posiblemente, sea de las más bonitas del mundo. Recuerdo que hubo el recorrido turístico habitual —Casa de Ana Frank, Museo Van Gogh— aderezado con lo que se hace en la veintena: coffee shops, bares, copas, música y nocturnidad. Solo una vez en la vida se cumplen los 21 años y a la mañana siguiente ni hay resaca, ni hay dolor ni hay desengaños.
También recuerdo que uno de los mayores atractivos de la ciudad por aquel entonces era el famoso Barrio Rojo. Apenas son dos calles muy céntricas y paralelas entre canales por las que se cruzan perpendicularmente otras cuatro o cinco. Todos sabíamos que era el famoso barrio de la prostitución (desde tiempos inmemoriales) con sus burdeles con ventanas en las que las mujeres se ofrecían muy poco ataviadas a los clientes. Entre mezclados también había locales de peep shows, sexo en vivo etc.
Y allá que fuimos con nuestras cámaras fotográficas analógicas para disfrutar de la atracción. Porque eso era en aquel momento: las mujeres en las ventanas nos parecían lo máximo de la modernidad. Por supuesto, también destacábamos entre nosotros lo civilizado que era todo aquello. Eran mujeres que cobraban por su trabajo, que estaban cubiertas por la seguridad social, con controles sanitarios para que no pudieran infectarse con el VIH o cualquier otra ETS. Era el disneylandia del putiferio. Si es que hasta contentas tenían que estar.
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Porque para nosotros prostitución era igual a marginalidad, a Casa de Campo, a Parque del Oeste, a Colonia Marconi y a calle Montera. Era igual a enfermedad. Era igual a desamparo y a utilización. Era igual a clientes (marginales) que nos jactábamos de no conocer (ahora no escribiría esta misma frase). Era igual a mujeres que venían de otras partes del mundo, a veces engañadas, otras con la ilusión de conseguir una vida mejor. Era igual a riesgo, a drogas y a acabar destrozada en una cuneta.
Si lo comparábamos no había duda: el Barrio Rojo era el paraíso. ¿Por qué no copiábamos ese modelo? Si la prostitución era el oficio más antiguo del mundo no íbamos a venir nosotros a cambiarlo, así que mejor que estuvieran bien cuidadas y atendidas. Era algo que pensábamos hombres y mujeres jóvenes por igual. O al menos esas son las conversaciones que recuerdo.
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La cosa es que los años fueron pasando y con ellos la vida y otras experiencias, tanto individuales como colectivas. Un cuarto de siglo después, el mundo había cambiado y una misma había cambiado. Y tuve la oportunidad de volver a Ámsterdam.
Además del turisteo habitual —con la diferencia de que ahora las entradas ya no las tienes para el mismo día y tienes que preparar el viaje con semanas de antelación—, regresé al Barrio Rojo. Me volví a encontrar con esas dos calles céntricas entre los canales, con las ventanas en las que se mostraban las mujeres y con los locales de peep shows. Me pareció que había muchas más ventanas, también que había mucha más gente…, pero sobre todo lo que me llamó la atención a mí misma fue que aquel barrio ya no me parecía ni tan maravilloso ni tan moderno ni tan paradisiaco. Me parecía repugnante.
¿Qué nos había pasado? Pues evidentemente muchas cosas que tienen que ver con la mujer, con su libertad y con determinados movimientos
No sé si con quien lo vi hace 25 años piensa hoy lo mismo, pero sí escuché esta misma reflexión de otras personas en la actualidad. ¿Qué había pasado? ¿Qué nos había pasado? Pues evidentemente muchas cosas que tienen que ver con la mujer, con su libertad y con determinados movimientos acaecidos en estas dos décadas. Porque aunque no seas una voz principal de ellos y ni siquiera hagas bandera todo va calando. Y cuando empiezas a ver cosas, como se ha dicho en otras ocasiones, no puedes dejar de verlas.
Y yo ya no veía a una prostituta bien atendida y cuidada. Yo en la ventana veía a una mujer que vendía su cuerpo a cualquier hombre que pusiera una billetera de por medio. Se discutirá, lo sé, si yo estoy segura de que no lo hacía libremente. Obviamente, no lo sé, pero el marco (incomparable) de ese mercado de carne me retrotraía a la casa de campo, al parque del oeste o a la colonia Marconi. Ya no había diferencias. Eran mujeres ejerciendo la prostitución. Y eran clientes —muy jóvenes— que iban en grupo, llamaban a la puerta y, como quien entra en un bar de copas o una discoteca, preguntaba “how much”.
Después de este viaje recordé el libro de Plataforma, de Michel Houellebecq, que leí también a comienzos de siglo. Me gustaba cómo escribía el francés (y me pareció encantador el día que le entrevisté hace ya unos cuantos años en un festival de poesía porque también es poeta). Y me gustó en su día la historia de ese hombre desnortado que para centrarse se va a Bangkok a consumir prostitución. El hombre finisecular, decían. Después consigue entablar una relación más o menos seria con una mujer a la que le vende la idea de que el negocio de la vida (si no lo fastidian los islamistas radicales) está en el turismo sexual. No lo he vuelto a leer, pero releyendo la sinópsis del ejemplar que aún anda por casa, de primeras solo me salió decir, ¿en serio, Michel?.
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He leído recientemente Caledonian Road, de Andrew O’Hagan, que creo que es uno de los libros del año. Es una lupa sobre la sociedad actual en la que, como hiciera Balzac con La comedia humana, hay todo un despliegue de personajes de todo tipo de moralidad. Es una novela moral, como dijo el propio O’Hagan, que reconoce que hay una crisis bastante grande de la masculinidad de la que apenas se está hablando. Y es una novela en la que, precisamente, el protagonista de Houellebecq quedaría fuera de foco, marginal.
Es un hecho que en este cuarto de siglo las mujeres hemos cambiado. Ya no compramos los “barrios rojos” de Ámsterdam. En este tiempo hemos tenido lecturas, referentes, discusiones y reflexiones. Hemos hablado con otras mujeres y también con otros hombres porque también les necesitamos de nuestro lado (stop aliades, eso sí, que se os ve el plumero). Sin duda, hay algo que se palpa ahí afuera: ¿saldrá en algún momento algún referente masculino que vaya en la dirección contraria a Jordan Peterson? A todos y a todas nos vendría muy bien.
El Confidencial