Recomendación para Ernesto

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A medida que te zambulles en la segunda mitad de tu vida te falla la curiosidad como te falla la vista, cada vez es más complicado encontrar autores de esos que consiguen reescribirte a ti mismo y cuando lo haces, tienden a ser figuras del pasado. Por eso celebro por todo lo alto cada vez que descubro un genio en activo.

Uno se tambalea cuando está leyendo los primeros capítulos de Rastros de sangre, el cómic del japonés Shuzo Oshimi, y recuerda que la colección consta de un total de 18 tomos. Por supuesto, los lectores de manga están acostumbrados a eso y a mucho más. A poco que te sometas al embrujo de un autor puedes acabar dedicando el ancho de una estantería a Buda, de Osamu Tezuka, o un mueble entero a El lobo solitario y su cachorro, de Kazuo Koike y Goseki Kojima, dos obras clásicas que ocupan un tamaño desconcertante a ojos de todo aquel que todavía desconozca uno de los mayores logros del cómic japonés: si una obra tiene altura la conservará intacta página a página, aunque sean más de 1.000.

El caso es que ninguna colección se parece a Rastros de sangre, cuya premisa y tratamiento es propia de una novela de Patricia Highsmith. Narra la terrorífica relación entre una madre abusiva y su único hijo. Al igual que sucede en las novelas de la escritora tejana, el ángulo escogido, la visión microscópica de un puñado de deseos a punto de volverse criminales, provoca tal grado de asfixia y vértigo que cada tomo podría ser perfectamente el último. Juro por lo más sagrado que no estoy exagerando. Cada volumen culmina en una última página que podría servir de perfecto cierre de un relato que, sin embargo, no deja de crecer y crecer hasta alcanzar un horizonte del que no quiero revelar nada más allá de lo que me escribió Ingrid Garcia-Jonsson tras leerlo: «Ahora puedo descansar».

La buena noticia es que Shuzo Oshimi trabaja a destajo y se edita en España con calidad gracias a la labor de editoriales como Milky Way y Norma. La buenísima es que, aunque Oshimi se impone la insólita norma de transmutar su técnica con cada serie como si su identidad artística muriese por extenuación con cada desenlace, el cuerpo de su obra es tan inequívoco como un análisis de sangre. La obra que le disparó a la fama, Las flores del mal, tiene la silueta de una comedia de enredos estudiantil, pero comparte el mismo misterio de Rastros de sangre, el de nuestra propia identidad más allá del dolor y el deseo, si es que queda algo.

Eso es todo. Hasta ahora he conseguido que cuatro seres queridos hayan devorado Rastros de sangre y espero que seas el quinto, Ernesto.

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