Si llevaras diez años de emigrante esto es lo que más añorarías de España (y no es el jamón)
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A menudo uno se pregunta por qué se ha ido del país que le vio nacer. En mi caso es un motivo de índole sociocultural. Ya no soportaba ver en los demás los rasgos de carácter que más desprecio en mí mismo: la chulería a gritos, la envidia en sordina, la ignorancia ostentada, la burla a lo vocacional, la politización compulsiva, el cabreo continuo, la predisposición a esnifar (bueno, de esa debilidad me salvo) y, sobre todo, la quejadumbre perpetua. En España nos pasamos la vida lamentándonos frente a turistas que nos miran sin comprender —y sin sospechar que también nos quejamos de ellos— mientras se ponen morados y coloradotes con nuestra comida y nuestro sol. En el país donde vivo la gente no usa la queja como cayado ni las azoteas bullen con empleados rebañando cinco minutos de inactividad por apurar un pitillo.
También, a un nivel cotidiano e íntimo y como atractivo del punto de destino, porque la vida en mi nuevo país, su entorno urbano, sus maneras humanas, me retrotraen a cómo se vivía medio siglo atrás en España, y eso me sumerge en una burbuja setentera que me colma de felicidad al rescatar formas, colores, relajos, talantes, tonadillas y sentimientos ligados a mi infancia. Ayer, por ejemplo, me crucé con un trío de viejos músicos interpretando en plena calle el Aunque me cueste la vida de Pedro Infante que mi padre ponía cada verano en el radiocasete del Simca rumbo al Bierzo. Ese incidente dichoso sería impensable hoy en la anglosajonizada España. Una España que encima ya está llena de vacíos dejados por seres queridos: de esos vacíos huyo también.
Pero cuando hablo con compatriotas o alguno me visita, siempre surge la misma impepinable cuestión: ¿qué echo más de menos de mi pueblo, de Cataluña, de León, de España?
¿El jamón? No, en absoluto.
Acá se come muy bienYo adoraba la carne (el jamón también), pero no sabía lo que era el pescado hasta que lo comí en la selva peruana. Desde entonces, soy un adicto al ceviche, a la corvina con ajo, a la chita como sea, sobre todo callando. Dicen que el intenso sabor del pescado en Perú se debe a que no lo congelan y que por tanto se arriesga uno a morir por el anisakis y demás parásitos y bacterias. Al ritmo deglutorio que voy, seguramente moriré de eso.
El jamón español se puede conseguir en varios establecimientos de Lima, algunos en sucursales de negocios provenientes de la "madre patria". Obviamente, los precios resultan algo elevados, pero no tanto como el del vino. Las botellas de vino exhiben unos precios desmesurados, igual que las de aceite. Yo el tintorro suelo comprarlo argentino (su coste sale más razonable que el español), pero con el oro líquido no me arriesgo: ¡andaluces de Jaén, os invoco!
Pese a que de tanto en tanto se satura uno de tanta pollería y tan poco cerdo, no extraño la cocina española ni frecuento restaurantes españoles en Lima (nunca es lo mismo)… apenas un vascoperuano en el distrito de Barranco donde elaboran unos pintxos exóticos y deliciosos a un precio, por una vez, muy razonable: el Arlotia, se llama (lo recomiendo con nombre incluido porque no conozco a nadie del local, no me pueden acusar de interesado).
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No retengo ningún orgullo de origen, pero sigo pensando que la cocina española es más variada que la peruana. Y las carnes, mejores. Sin embargo, en pescados y mariscos, me quedo con Perú de calle. Un botón: tras pasar casi tres años de confinamiento covidiano en mi ciudad dormitorio cuidando a mis padres, regresé tres semanas a Lima para abrazar a mi gente querida allí y recuperar de paso la sazón perucha. En mi último día de estancia, justo antes de tomar el avión de retorno a Barcelona vía Madrid, me fui al mejor restaurante por calidad/precio que conozco en el turístico Miraflores, el Punto Azul (tampoco tengo intereses en dicha cevichería ni trato confianzudo con su personal): de primero me pedí un pulpo al olivo, la especialidad autóctona, servida con una salsa de aceituna a veces demasiado intrusiva en el gusto natural del cefalópodo; y de segundo, un pulpo a la parrilla, mi plato favorito, absolutamente insuperable.
Puedo preferir de largo el a feira como aderezo: mi paladar está acostumbrado, por cultura y crianza arosana, al irresistible pulpo a la gallega. Pero en sabor nuestro pulpo sólo es una sombra del peruano. Nunca había llorado comiendo: aquel día, lloré. "No quiero volver a España…", gimoteaba mentalmente mientras un tentáculo delicioso se deshacía en mi boca. El pobre pulpito era el Nautilus asediado en esta ocasión, no le di tregua hasta implosionarlo.
No, no echo de menos la gastronomía española.
Una cosa rara del día a día en la capital peruana es que no existe el bar diurno donde echar un carajillo o endiñarse un quinto o un tercio de cerveza. Y, aunque el consumo del vino tinto está arraigando en los últimos lustros, tampoco suele pedirse como acompañamiento de comidas en jornada laborable. Sencillamente, la mayoría de peruanos no entienden el trasiego limitado o casual de una caña o una copichuela en medio de un día de trabajo: ellos suelen reservar la ingesta de alcohol a salidas de ocio durante el fin de semana o reuniones prolongadas para consumirlo entre amigotes.
En ese sentido, sí resulta chocante no comer escoltado por una copa de vino peleón al lado del plato. Si estoy espléndido (la botella de 310 ml sale a unos tres euros), me pido una cerveza Cusqueña tostada o negra, muy rica para ser industrial. Pero el vino, por oportunidad y precios, se reserva para ocasiones especiales… o simplemente uno espera a poderlo gorrear en fiestas de amigos "billetones".
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Lo que sí solía echar mucho de menos era el pan: yo soy hombre de pan, de coger una hogaza gallega y cortarme una rebanada para comerla a pelo, como si fuera una golosina, saboreando la miga densa y esa corteza quemada incomparable. En Lima el pan común es horrible (el rol panero lo desempeña de a diario el arroz blanco, que sólo con los años y a regañadientes he logrado aceptar —y porque lo baño en ají—), bollos franceses sin gracia o pura harina con aire que hay que tostar para que cuaje alguna sustancia. Pero ya empieza a haber panaderías especializadas que, por un poco más de parné, hornean buen pan de centeno.
Por aquello de explotar la diferencia y a los pijos culturetas, últimamente han abierto algún bar a la madrileña en los barrios de gente guay como mis colegas o julay como yo, lo que siempre da un poco de pedigrí al cliente aspiracional (no, no me refiero al cocainómano…); pero, en general, la alimaña alimeñada que soy se ha habituado a convivir sin la cañita, el vermut ni las tapitas diurnas. Me pasé al pisco sour, al chilcano y a la canchita con ají.
Importador de siestasLo que no existe aquí y he importado sin sonrojo es la siesta. Algo que me agrada del estilo de vida limeño es que es muy madrugador: el ajetreo matutino empieza muy temprano y el parón para la comida o "almuerzo" arranca indefectiblemente a mediodía (excepto el almuerzo dominguero, que se atrasa un cuanto, a la española). Ello hace que a la una yo ya haya comido y me pueda echar una siesta.
Mis siestas son de tres horas y abarcan tres estadios:
—Fase del atolondramiento: me pongo a leer cualquier novela y en veinte o treinta minutos estoy roncando como un bendito.
—Fase de la siesta propiamente dicha: una hora durmiendo como un tronco.
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—Fase del remoloneo: despierto y continúo leyendo hasta que, hacia las 16 00 h, siento que ya puedo volver a funcionar en la confección del texto de ficción, artículo, traducción o cualquier actividad remunerada en la que me halle involucrado esos días.
Creo que la siesta es una costumbre muy sana y desconfío de los trabajos que no permiten crear ese hueco indispensable para descansar en mitad del día como es debido.
¡Lo único que añoro de España!Mientras le doy a la tecla, me gusta tomarme un café americano aguado (para poderlo reiterar a lo largo de la mañana). Me encantaría poder fumar tecleando, es un arrebato de frenesí muy goloso que ojalá pudiera prolongar, pero si yo me endilgo un paquete diario, al mes de tanto trance ahumado me da un infarto. Así que me conformo con la aguachirle.
Recientemente descubrí, sin pretenderlo ni premeditarlo, la única cosa que echo de menos de España: hace un mes, un amigo peruano viajaba a Madrid para tocar las puertas de las editoriales capitalinas con el objeto de hacer las Españas y consagrarse como escritor de masas. Con mucha cortesía me consultó si había algo que yo deseara que él me trajera de mi país. Ya iba a contestarle que no, como tantas veces he hecho a otros tantos íntimos que han cruzado el charco de ida y vuelta en esta última década, cuando mi cerebro se iluminó con una idea súbita, reveladora de una necesidad sin duda latente durante años en mi alma ibérica y barriobajera.
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—Sí, sí me gustaría que me trajeras algo de Madrid: ¡¡¡tráeme pipas, por favor!!!
El buen hombre no sabía ni lo que eran las pipas, así que le expliqué. Al final, convinimos en que entraría en algún súper castizo regentado por chinos para hacerse con bolsas varias de pipas de girasol saladas y, como guinda del pastel, otras tantas de pipas de calabaza. En Lima no hay ni unas ni otras en los establecimientos corrientes de alimentación. A lo sumo he logrado descubrir pipas peladas a granel en puestos para mascotas de algún mercado: aquí las pipas se consideran alimento de animales, creo que específicamente para gatos.
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Así que mi amigo regresó a Lima con una bolsada de bolsas y, durante un par de semanas, fui feliz tecleando mis labores mientras mi bien entrenada boca pelaba dinámica en perfecta conjunción de lengua y piños las añoradas pipas saladas y engullían la sabrosa semilla. El chico de barrio que habita en mí echaba muchísimo de menos en su subconsciente esas tardes sentado sobre el respaldo de un banco en la plaza del pueblo, listo para regar el suelo de cáscaras como un ametrallador lo haría de casquillos mientras, junto a los colegas, contemplaba la vida arrabalera, las peleas entre quillos y las competiciones de rayuela con afiladas y macizas limas. También podría sentir morriña de las churruscadas churrucas, pero la provisión limeña de maíz tostado no deja de prestarme lo suyo.
Ay, las pipas, lo que daría yo por encontrarlas al bajar a la bodega-colmado de la esquina. Y sentir cada tarde la lengua hinchada de sal, como un náufrago empachado.
Vaya, a fin de cuentas, sí hay una comida añorada. Por no hablar de las que me hacía mi madre…
Pero esas ya sí nunca las podré volver a catar, por más que mis amigos peruanos viajen con recados míos a mi tierra.
El Confidencial