El Barça comienza a tejer su relato inexpugnable en la semana de reflexión blanca
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Esta semana se anunciaba como la primera del nuevo año sin partido entre medias. Mal asunto para el Madrid. Hay un aire a final de temporada, a civilización vencida, a tiempo acabado que cae a plomo sobre nosotros.
Los muchachos quieren tener una ilusión. La Liga. Los partidos se sacan con goles estadísticos, un poco de mentirijillas. Da la impresión de que no hay nada en juego aunque lo haya. Esos goles llevan al paroxismo a ese locutor turco que ya es como la voz en off de una generación de madridista. Hala, hala, hala. Grita a pleno pulmón el hombre, y parece llamar a la guerra santa contra los enemigos del club, que ahora mismo, son justo la mitad del mundo.
El Barça gana con lo justo. Ni encanta, ni arrasa, ni pierde, ni se deja ganar. Es un equipo que sabe dominar sus impulsos, pero no a los rivales cuando los rivales son gente seria y ordenada, como el Inter. Cuenta con los goles hechos de imaginación y espuma de Lamine y con la presunción de inocencia, frame a frame, que siempre se le concede al equipo azulgrana. Seguramente eso viene del combate denodado con el Madrid y que esa lucha se percibe en las grandes praderas de la imaginación, que es donde se vive de verdad el fútbol, como una dicotomía moral, el bien contra el mal.
El Barça de la cantera, del juego jubiloso que pertenece a los desharrapados de este mundo como Yamal, contra el gran club depredador que sobrevive a base de esquilmar los caladeros, de conspirar contra los árbitros y de crear entes ficticios como la superliga para instaurar una oligarquía de siglos.
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Por supuesto, esto es mentira. Lo sabemos y hay que explicarlo una y otra vez para que el relato blaugrana no se convierta en hegemónico. Pero para los que odian a los blancos, la realidad es solo una excusa para adecuarla a la fábula infantil que pretenden contar. De hecho, utilizan constantemente la palabra señorío para burlarse de ella o compararla con una antigua nobleza madridista pisoteada por el club actual.
Efectivamente, el Madrid nunca habló de los árbitros, eso era la pataleta de los atléticos o los barcelonistas. Pero, ya desde Cruyff, los madridistas sintieron que luchaban siempre en campo contrario. La España de las autonomías necesitaba un equipo en cada pequeño estado y ese equipo necesitaba de un rival. Y el único rival posible era el Madrid. El cruyffismo se aupó como ideología futbolística superior, como un ideal al que aspirar —sustituyendo a la quinta del buitre, no olvidemos— y el Barcelona ganó 4 ligas manchadas y una copa de Europa impoluta. El antiguo cariño por el Madrid se convirtió en tirria y los blancos pasaron de ser un ideal caballeresco a un imperio en decadencia. En realidad, esos bandazos en la apreciación del Real, imperio o naufragio, vienen de la misma forma con la que el club se reinventó con Bernabéu y luego lo hizo con Florentino.
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El real apuesta contra el mundo. Es un todo o nada. Por eso a una dinastía de soles le puede seguir un par de temporadas donde la sensación es de ocaso irrevocable, con los comentaristas meneando la cabeza por la deriva de la institución como si el club fuera un familiar que antes no llenaba de orgullo y ahora nos hace avergonzar. Pero si algo debe saber el club de Chamartín es que hay que seguir el camino, con determinación y alevosía, sin volverse a mirar a los perros que ladran con el culo pegado a la puerta. Y eso suele acabar con el sacrificio de la primavera, con la Champions volviendo a su legítimo dueño, con la mitad del planeta ungida de alegría y la otra mitad desinteresada, repentinamente de ese deporte absurdo —donde siempre ganan los mismos—, que es el fútbol.
Esa sensación de los hinchas madridistas de luchar en campo rival se vio corroborada en la época de Guardiola. La expresividad del antimadridista se hizo obscena. En cada campo, había una guillotina para acabar con ese equipo violento y rapaz que conspiraba contra el equipo de los Xavi e Iniesta, favoritos de los niños y de las madres de la plaza de mayo. Los árbitros se unían a la celebración y el equipo catalán estuvo años enteros sin recibir un penalti en contra. Solo Mourinho se interponía entre la felicidad y España. El portugués le quitó la inocencia a la masa social madridista. La obligó a explicarse, a tomar partido y a pensar el fútbol. Habló de los árbitros por primera vez. Como en aquella película de los ladrones de cuerpos, el hincha blanco se daba cuenta de que algo raro pasaba con los árbitros y el Barcelona. Con los árbitros y el Madrid. No había justicia ni equidad en el trato. A ningún nivel. Y eso no se podía decir en público en los sitios “serios” sin que te tachasen de extremista, loco o conspirador. Una enredadera de palabras, moralina y mentiras interesadas se había apoderado del relato del fútbol español y José Mourinho lo que hizo fue poner luz a ese entramado neurótico. Ponerle palabras a lo intuido, algo que duele mucho en ese país de silencios, conversaciones banales y sobreentendidos que es el nuestro. Eso y dotar al club de verdadera competitividad, meritocracia, gusto por el trabajo y puro realismo.
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Fue algo así como una Ilustración. Y como tal, naufragó en lo único que José no pudo entender: la mística. Ese latido que va más allá de la razón que hace al Madrid sobrevivir en unas semifinales de Champions cuando todos los miedos llaman a la puerta.
Pero todo lo demás sedimentó, quedó en el acervo del club merengue, hasta esta temporada, donde la cacofonía y la dejación de funciones, ha sido el guión que Ancelotti ha seguido escrupulosamente.
Los tiempos se repiten. Negreira es un nombre que ya resuena casi como algo mitológico. Esa intuición del Madridista era cierta. Aquella diatriba de Mourinho contra el Barça de Unicef, no era el arrebato de un loco, era la prueba de su lucidez. Ahora el club catalán ha escogido Acnur para limpiar su conciencia. La agencia de la ONU para los refugiados es socia de la UEFA. Volvemos al agujero de gusano de 2010. Sobre el Madrid se ciernen otra vez los buitres, como si el cuerpo hubiera empezado ya a descomponerse. El relato de las maravillas barcelonista vuelve, como vuelven los apagones, la guerra y las hambrunas. Lamine ya ha sido coronado oficialmente como el mejor del mundo. Con su pie izquierdo cura a los enfermos y resucita a los muertos. Vinícius es un juguete roto. No pudieron echarle, pero lo han expulsado del firmamento, convertido en una burla andante, como si hubiera cometido un pecado nefando que nadie sabe explicar. Los árbitros, antaño los personajes más queridos de la nación, son ahora puestos en tela de juicio. A sus hijos se les insulta y la culpa, es por supuesto, del Real Madrid. Se vuelve al relato antiguo, al relato donde el Madrid es un servicio público sin posibilidad de defenderse. Y así en RMTV deberían dar las finales del Barça (excepto la del Steaua) y las Champions del Atleti, aunque esas están descatalogadas por razones que ha sido imposible dilucidar.
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Mientras tanto, la temporada continúa de forma irritante. Un pequeño centrocampista de sangre turca, se ha convertido en la brújula moral del equipo. Ancelotti no va a seguir. Sus ruedas de prensa son desganadas y a veces deja sentencias de una extraña crueldad. Los finales en el Madrid nunca son bonitos y el italiano conoce el envés de la baraja; de todas las barajas.
Queda el último acto: el partido contra el Barcelona. El equipo no tiene defensa, pero ha sumado a un pequeño genio a la causa. El Barça está navegando por el límite, justo en el sitio donde las sirenas se vuelven monstruos y en cada minuto entra una eternidad. La liga parece imposible, pero conviene ganar ese partido para que la fábula virtuosa no se convierta en muralla colosal.
Y para pasar el rato, que es siempre lo más importante.
El Confidencial