El eterno retorno de Puigdemont

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El eterno retorno de Puigdemont

El eterno retorno de Puigdemont

Por momentos, y el de ahora no es el primero, más que como una democracia plena, España parece funcionar como un régimen con separaciones de poder a conveniencia. Por tanto, lo que aquí se sufre no es un lawfare importado, sino su versión castiza, institucionalizada y sin complejos. Y es que, cuando en el Tribunal Supremo (TS) se ponen creativos, no hay legislador ni gobierno que se les resista. O eso esperan sus señorías.

El caso de Carles Puigdemont es hoy el símbolo más elocuente de un fenómeno cada vez más difícil de disimular: el de un poder judicial que se proyecta en rebeldía y que cada día es más difícil defender que actúa como garante del derecho, porque es claramente percibido como un corrector político de leyes legítimas.

Detener al president sería el triunfo del poder judicial como actor político autónomo

La aprobación de la ley de Amnistía, expresión directa de la soberanía popular, fue recibida desde el primer momento por el Supremo como una provocación a resistir, no como una norma a aplicar. Y pasan los meses y siguen sin ocultar sus intenciones: incluso ya nos hicieron saber en su día que acudirán al Tribunal de Justicia de la UE si el Constitucional avala la ley.

¿Desde cuándo un tribunal de este nivel amenaza con impugnar al órgano que interpreta la Constitución? Desde que el Supremo dejó de asumir su función judicial para ocupar, más que simbólicamente, el rol de una tercera cámara legislativa.

Carles Puigdemont, el pasado 8 de agosto, en Barcelona

Àlex Garcia

El asunto no es nuevo. En el 2018, Ignacio Cosidó, entonces portavoz del PP en el Senado, escribió en un chat interno de WhatsApp que el acuerdo para renovar el CGPJ permitiría a su partido “controlar la Sala Segunda desde detrás”, precisamente la que juzgó a los líderes independentistas. No se trataba solo de colocar a Marchena. Era, literalmente, un querer usar las instituciones para asegurar un sesgo político en la aplicación del derecho. La confesión, filtrada, no provocó depuración alguna. Más bien confirmó lo que muchos intuían: que en España algunos tribunales no juzgan, militan.

Y así, el vía crucis de Puigdemont para poder volver a Catalunya se ha convertido también en el del Estado de derecho. Porque si tras la entrada en vigor de la amnistía (y su aval constitucional) el Supremo detiene al expresident, en coherencia con sus actos anteriores, ya no hablaremos de conflicto jurídico, sino de ruptura institucional. Sería el triunfo del poder judicial como actor político autónomo, que selecciona qué leyes obedecer y qué decisiones impugnar.

Este uso punitivo del derecho, convertido en castigo ejemplarizante, evoca el mito de Prometeo: el titán encadenado por haber osado desafiar al orden de los dioses trayendo fuego a los hombres. Como Prometeo, Puigdemont encarna para algunos no solo una desobediencia, sino una herejía que debe ser castigada en eterno retorno, aunque las cadenas sean esta vez jurídicas.

Hoy, el Supremo no defiende el Estado de derecho: lo interpreta según su moral política. Y si eso no es una amenaza para la democracia, ¿qué lo es?

lavanguardia

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