“No es pintura, es magia”: lo sagrado y lo profano en el arte renacentista de Paolo Veronese

Venecia, 18 de julio de 1573. El tribunal de la Inquisición cita como acusado a Paolo Caliari, apodado Veronese en referencia a su ciudad natal. Su Última Cena, óleo encargado por los monjes dominicos de Santi Giovanni e Paolo para su refectorio, ha levantado ampollas, no entre los clientes, que están encantados, sino entre sectores cercanos al papado.
El interrogatorio es casi cómico: “¿Qué significa la figura del hombre al que le sangra la nariz?”, le preguntan. “Lo hice como un sirviente al que, por algún accidente, le pudo salir sangre de la nariz”.
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La perogrullada no desalienta al inquisidor, que insiste en saber a cuento de qué aparecen en la composición otras figuras, como unos alabarderos alemanes o un bufón con un papagayo, y si al artista le “parece conveniente que en la Última Cena del Señor se pinten bufones, borrachos, tudescos, enanos y otras vulgaridades semejantes”. Veronese se defiende argumentando que la tela es “muy grande y capaz de acoger muchas figuras”. Como el tribunal parece poco convencido, apela a la creatividad artística: “Nosotros, los pintores, nos tomamos licencias, como los poetas y los locos”.
Al final, la sangre no llegó al río. La Inquisición le dio un plazo de tres meses para rectificar la obra y Veronese se limitó a cambiarle el título. Incluyó una inscripción que indicaba que se trataba de una Cena en casa de Leví, situación mucho menos sagrada, y conservó, impertérrito, la algarabía de perros, gatos, soldados, niños, bufones, sirvientes africanos y mercaderes turcos que hace de esa frustrada Última Cena la representación más festiva de la primera eucaristía en la historia de la iconografía cristiana. El tribunal hizo la vista gorda, los dominicos pudieron decorar su comedor y hubo tranquilidad y buenos alimentos, nunca mejor dicho.

‘Cena en casa de Leví’, de Veronese, de la que se expone un grabado de Jan Saenredam en la exposición del Prado
Getty Images¿Qué molestaba tanto al Vaticano? ¿Era inocente el planteamiento pictórico de Veronese? ¿Por qué deseaban los monjes contemplar una opulenta comilona durante sus frugales refrigerios? Venecia, con su cosmopolitismo y su ir y venir de comerciantes, destacaba como enclave ideal para propagar herejías.
Para combatir el luteranismo, el calvinismo y otras heterodoxias, los papas de la Contrarreforma impusieron con mano dura los acuerdos del concilio de Trento. Soplaban vientos de austeridad y decoro, dos valores a los que los venecianos eran alérgicos, incluso en los monasterios.
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En las numerosas escenas de banquetes que el veronés pintó por encargo de distintas órdenes religiosas, algunos expertos ven una sutil rebeldía, una crítica de los frailes al fariseísmo de Roma, más preocupada por guardar las apariencias que por ganarse el corazón de los fieles con la palabra de Dios.
Por otra parte, la Serenísima República no se fiaba un pelo de las maniobras políticas del Vaticano. Por este motivo los venecianos pidieron –y consiguieron– incluir en el tribunal de la Inquisición tres jueces laicos, los llamados savi sopra l’eresia. Sus votos podrían explicar una sentencia tan indulgente.
Puro teatroCaliari quedó libre para seguir haciendo lo que se le daba mejor, pintar escenas multitudinarias, llenas de vida y colorido, con fabulosas arquitecturas como telón de fondo. Dicho de otro modo: inventar Venecia.

'La cena en casa de Simón' (1556-60), de Paolo Veronese
Musei Reali di Torino, Galleria SabaudaPese al breve espejismo de la victoria en Lepanto, la milagrosa ciudad de los canales se estaba convirtiendo ya, poco a poco, en una parodia de sí misma. Amenazada por la peste, la inflación, la superpoblación, los sultanes otomanos y las nuevas potencias europeas, privada del monopolio comercial con Asia, la república optó por entonar un bellísimo canto del cisne a través del arte.
La realidad era lo de menos. Los personajes de sus escenas bíblicas, a excepción de Jesús y los santos, vestían a la última moda, se adornaban con perlas, acariciaban exóticas mascotas, prestaban a Cristo una atención indolente y se comportaban, eso sí, según las normas de urbanidad de Il Cortegiano de Castiglione.
Mecenas y comitentes no reparaban en gastos para añadir sus rostros a estas abigarradas exhibiciones de lujo con pretexto religioso. Eran, podríamos decir, los influencers de entonces, y el mundo que mostraban no era menos irreal ni menos seductor que el escaparate social que hoy invade nuestros teléfonos.

'Los peregrinos de Emaús' (1555), de Paolo Veronese, proveniente del Louvre
Musée du LouvreEl propio Veronese cuidaba con esmero su marca personal. El éxito le permitió regentar un próspero taller, especular con terrenos, vestir como un señor y calzar terciopelo. Para parecer más aristocrático, usaba el apellido de su madre, Caliari, hija ilegítima de un noble.
Colaborador de Palladio, no solo decoró algunos de los palacios del famoso arquitecto, sino que incorporó a sus cuadros soberbias escenografías en forma de arquitecturas imaginarias. Pórticos, escalones, balaustradas y columnatas permitían a Veronese trabajar distintos planos de profundidad y añadir las anécdotas secundarias que tanto entretenían a su público. Al mismo tiempo, proyectaban a los protagonistas hacia adelante, creando en el espectador la falsa ilusión de participar en la escena.

'La disputa con los doctores en el templo (hacia 1560), de Paolo Veronese
Museo del PradoLa habilidad técnica que sostenía toda esta tramoya era tan genial y caótica como sus figuras. Veronese usaba bocetos de distintos grados de complejidad, en parte para planificar y en parte para indicar a sus ayudantes lo que deseaba, pero no era sistemático, sino más bien impredecible.
Añadía, eliminaba y modificaba personajes sobre la marcha, ya fuera por razones compositivas o siguiendo instrucciones del cliente. Aprovechaba temas y grupos de un cuadro al siguiente, modificando rostros y posiciones. A menudo reproducía caras de memoria o simplemente se las inventaba, prescindiendo del posado salvo en los retratos por encargo.
Pero lo más asombroso de la pintura de Veronese, lo que fascinó a Rubens, a Velázquez, a Delacroix y a Cézanne, generación tras generación, es su manejo del color. “No es pintura, es magia”, exclamaría el barroco Marco Boschini.
Como muchos artistas de su época, Caliari experimentaba con distintas diluciones de imprimaciones y pigmentos. Por ejemplo, molía más los componentes cuando deseaba un resultado más cubriente y, en cambio, les añadía polvo de mármol para un efecto translúcido. Más importante aún: adelantándose a los impresionistas, comprendió que un mismo tono podía percibirse de forma muy distinta en función de los colores contiguos. Como ellos, descubrió también el valor expresivo de los contornos difuminados y los detalles inacabados.

'Venus y Adonis' (hacia 1580), de Paolo Veronese
Museo del PradoVeronese dio a los venecianos una fantasía con la que rehuir su propia decadencia, y al resto de las monarquías europeas un ideal al que aspirar. Ese mundo elegante, próspero y luminoso contribuyó al mito de una Venecia culta y sofisticada, sin necesidad de plasmar sus canales.
Una bella mentira que sedujo a Maximiliano II de Austria, a Segismundo II de Polonia o, en España, a Felipe II. Desolado tras la muerte de su pintor favorito, que era Tiziano, el monarca invitó a Caliari a dirigir la decoración del monasterio de El Escorial. El de Verona declinó. Una vez más, eligió Venecia.
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