Autocrítica ‘woke’

Se llama land acknowledgment, reconocimiento de tierras, y lo hacen instituciones progresistas de Estados Unidos. Consiste en reconocer públicamente (en la ceremonia de inauguración, en la página web…) que la tierra en la que hoy se levanta ese museo o universidad pertenecía a tal o cual tribu nativa americana. ¡Qué bien! ¿Y después? Después, nada. Ninguna reserva de plazas para sus descendientes, ninguna ayuda económica, nada.
Lo cuenta un libro que ha causado sensación: We have never been woke (Nunca hemos sido woke, pero no traducido aún). El “reconocimiento de tierras” es uno entre muchos ejemplos de su tesis, que en lenguaje coloquial podríamos resumir como: lo woke es postureo. Pero vamos a desarrollarlo un poco más.
Su autor, Musa al-Gharbi, negro (luego matizaremos) estadounidense, empieza describiendo una clase que se ha ido haciendo poderosa, los “capitalistas simbólicos”: personas de alto nivel educativo y socioeconómico, de raza blanca en general y opiniones progresistas, que desempeñan trabajos relacionados con datos e ideas. De este grupo surge el movimiento woke. Que consiste, según sus protagonistas, en luchar contra las injusticias sociales: ser antirracista, feminista, pro-LGTBIQ+, ecologista. ¿Y eso en qué se traduce?
En gestos y palabras. Hablar a favor de la inmigración o el antipunitivismo, utilizar lenguaje inclusivo y expresiones como identidad de género o discurso de odio, defender la discriminación positiva, votar al Partido Demócrata… Todo lo cual, me dirán, contribuye, creando opinión, a la justicia social. ¿Qué tiene de malo? Sobre todo, una cosa, dice Al-Gharbi: el protagonismo que da a la raza, identidad de género, orientación sexual… oculta las diferencias de clase. Que nos benefician a nosotros, los capitalistas simbólicos, apunta (porque él, como profesor universitario, se incluye).
El protagonismo que este movimiento da a la raza o la identidad de género oculta las diferencias de claseDado nuestro nivel económico, el tipo de profesión que ejercemos, los lugares en que vivimos…, los capitalistas simbólicos no sufrimos las consecuencias de nuestras ideas. Podemos pedir que se recorte el presupuesto de la policía porque nuestros barrios son seguros, que se abran las puertas a la inmigración porque no hará bajar nuestros sueldos. En cuanto a los programas de diversidad, adolecen de cierta hipocresía. Las medidas en favor de personas no blancas, por ejemplo, benefician, en la práctica, no a los negros del gueto, sino a personas mestizas, de piel clara (como Al-Gharbi, según él mismo señala), inmigrantes (no descendientes de esclavos) y de clase media-alta.
Un ejemplo llamativo es el de “la primera mujer de color” que fue profesora de Derecho en Harvard. Se llama Elizabeth Warren (sí, la del Partido Demócrata) y su único rasgo “de color” consiste en que se autoidentificaba como nativa americana. Nunca lo demostró. Cuando organizaciones de nativos americanos protestaron, la universidad alegó que exigir que se verifiquen las autoidentificaciones de raza o género sería “un paso atrás”.
El movimiento woke, dice Al-Gharbi, habla en nombre de los desfavorecidos, pero no les representa. ¿A quién representa entonces? A una nueva generación de la élite, que usa la ideología woke para desbancar a sus mayores, pero también porque ha entendido que el postureo woke, por paradójico que parezca, afianzará su poder.
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Gestos ecologistas, banderas arcoíris, la cooptación de algún representante aislado de minorías sexuales o raciales… dan un barniz de progresismo a partidos en el fondo conservadores, a instituciones que siguen dominadas por los privilegiados (aunque sean júnior), a empresas que explotan a sus trabajadores y devastan la naturaleza. Así, dice Al-Gharbi, los que forman ese 20% de estadounidenses dueños del 71% de la riqueza pueden votar a esos partidos, ingresar en esas instituciones, consumir los productos y servicios de esas empresas… manteniendo la buena conciencia.
Y en esas estábamos, con una parte de la élite progresista disputándose con la otra el voto y la hegemonía, cuando llegó un tercer contrincante: una élite conservadora que tuvo la buena idea de hablar, también (y con la misma hipocresía), en nombre de los desfavorecidos, pero no de las minorías, sino de los olvidados pobres, varones, blancos… y se llevó el gato al agua. Reirá mejor quien ría el último.
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