Delicias turcas

El viajero que recorra Turquía estos días encontrará en ella tanta belleza como contradicciones. Hay que esquivar, ya en los aeropuertos, no solo a los que vienen a trasplantarse pelo –los estados intermedios del proceso son dantescos– sino a los que, ufanos, dedican sus vacaciones a someterse a variopintas cirugías estéticas (algunas desafían a la mismísima ley de la gravedad). Una naturaleza privilegiada y una riquísima cultura atraen a más de 62 millones de turistas al año, récord de un país en claro progreso económico, con un boom de la construcción en varias ciudades, y del que preocupan las tendencias de su gobierno hacia el autoritarismo (cuando escribo estas líneas ya van 11 alcaldes detenidos del partido opositor, entre ellos el de Estambul).

¿Cómo no vamos sentir a Turquía parte de nosotros? De allí –en sus actuales límites– son Homero (el mar Egeo sigue en Esmirna tan embravecido y lleno de historias como lo dejó) o San Pablo (llámenle Saulo, de Tarsos, si prefieren, el que supuestamente se cayó del caballo). Allí se casaron Antonio y Cleopatra, allí tuvo lugar la guerra de Troya (Christopher Nolan les contará pronto) y una capilla indica el lugar exacto donde se dice, se comenta, que radicó la última morada de la Virgen María, antes de que ascendiera a los cielos, lo que, por cierto, celebramos el pasado viernes. Atractivos de un país cruce de culturas –y de imperios– que se define como un estado laico en el que más del 90% de la población profesa la religión islámica. Una fe que se vive en general sin fanatismo y hasta en las numerosas mezquitas, las personas de los puntos de información religiosa dialogan con turistas escépticos para argumentar sonrientes que el velo –el que no tapa la cara– no supone sumisión.
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Su escritor más internacional, el Nobel Orhan Pamuk, sigue en su piso del barrio de Nişantaşı –el mismo en el que vivía de estudiante, ahora ampliado con las viviendas de al lado y la de la planta superior–. Desde su ventana ve el edificio donde negocian discretamente Ucrania y Rusia y está muy preocupado por la cantidad de amigos suyos obligados a pasar por los tribunales o los calabozos por, simplemente, discrepar (a él no han osado encarcelarlo).
No es solo Pamuk. La sociedad civil –sus intelectuales, periodistas, estudiantes, emprendedores– avanza en una línea que, sin renegar de su historia, lucha por inscribirla en valores de tolerancia liberal. Qué gran error de la Unión Europea fue no admitir a los turcos en su club. Aquel rechazo radical –encabezado por la Francia de Sarkozy– les empujó a un camino que ahonda su déficit democrático y la islamización del Estado.
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