Nueva York exorbitante

Dinámica, cambiante, diversa, arrolladora, decadente, abusiva, impiadosa, emblemática, contradictoria, eso y más es Nueva York. Yo que odiaba los adjetivos hoy salen a borbotones, se imponen, me obligan a escribirlos y mis dedos se acalambran en el intento insensato de atraparlos tecleando a medida que mi cabeza los va lanzando con desusado desenfreno.
¿Qué está pasando? ¿Un cambio repentino en mi manera de escribir? Por favor necesito otra hora esta semana. Le ruego a mi analista. No tengo, contesta, creo que miente.
Continua el adjetivar exagerado, imposible parar. Pero tonta, me recrimino, ¿no te das cuenta que desde hace meses, cada día, y en aumento, las palabras más dichas, leídas, escuchadas son adjetivos.
Estamos expuestos a avalanchas de adjetivos, algunos de tan antiguo uso que hasta los había olvidado.
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Salgo a caminar, me senté en un banco de la Plaza San Martin y este nombre ilustre acarreó un pensamiento vano, si despertara hoy y viera ESTO deja el caballo y no cruza los Andes.
La clorofila verde de la arboleda aclaró conceptos y permitió llegar a la orilla de mi cerebro la certeza de estar viviendo en retrospectiva. Todo para atrás, valores, ideas, conquistas, todo “enriquecido¨ por adjetivos que más que eso son insultos. Recapitule para darme cuenta, con gran tristeza, que hoy la palabra vedette es Odiar, así con mayúscula. Y como todo lo que viene de arriba se esparce rápido, el odio y su palabra, vaya situación, se está “democratizando¨. Ingenua pensé que se habían convertido en antónimos para siempre. Boba, boba, ¡mandrila yo! A este último lo aprendí hace poquito.
El beneficio de la caminata agregó curiosidad a las elucidaciones, busqué, asocié y comprendí. El apellido del norteamericano de pelo y cara naranja proviene, en su origen alemán, de la palabra tambor, y como verbo en inglés alude al que aventaja de manera pública y notoria, o sea lo que se impone repitiendo su propio sonido y oh sorpresa replica aquí en el Sur, en otro más claro y elocuente que anuncia que su poseedor solo seguirá su propia ley, ¡Guau! Los apellidos como destino. Resultó que estaba escrito y no nos dimos cuenta, pero ya es muy tarde y yo deberé volver caminando algo desanimada por tan ingrato descubrimiento.
Escribir sobre Nueva York a mi vuelta me llena de imágenes de lo vivido allí, el cartel en coreano del restaurant frente al hotel, la habitación muy ¨revista femenina¨ de los años 90 blanca, gris con cuadros al tono, las placas de bronce con frases de célebres escritores incrustadas en la vereda frente a la biblioteca pública, lugares y sensaciones que forman una larga y cambiante cadena que será atesorada.
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Nueva York posee una particular característica, despierta en mí una curiosidad morbosa de espiar lo que detesto y fue así como la lluvia incesante y una mano derecha acalambrada por tanto sostener el paraguas me decidieron a entrar a un lugar del que renegué innumerables veces, la imponente y siniestra Trump Tower. Doscientos dos metros de altura pertenecientes al anaranjado ¨señor tambor¨.
Adentro, como en la zamba, más autobombo: helado Trump, pistacho Trump, mango, jeje Trump, todos, menos dulce de leche, aunque como están las relaciones tal vez el dueño no baje los aranceles pero lo integre en un gesto de simpatía gratuita. Sigo, Trump café, Trump bar, Trump grill y un gift shop donde muñecos, llaveros, tazas, calcomanías, todo reproduce la imagen de este personaje quien para para construir el edificio, tiró en el año 1980 otro arquitectónicamente emblemático.
Los ricos billonarios, los pobres mendigos.
Huí despavorida, prefería empaparme a sufrir la contaminación visual y la pesadilla de ver a quien detesto replicado al infinito.
Mi valentía se vio premiada, la lluvia había parado y la gente salió vaciando negocios y cafés.
Siento que nos envuelve una buena disposición callejera a la que por estos lares estamos desacostumbrados, razones no nos faltan. Al salir por la mañana había elegido como complemento del total black un collar de cuentas color cobrizo del cual colgaban dos medallas antiguas que resonaban sobre mi pecho al caminar, tanto resonaron que detonó en una lluvia de abalorios que saltaron hasta rebotar orgullosos en la aristocrática quinta avenida.
Abajo, baldosas y cemento decorados junto a mi desolación. Creí haberlas perdido cuando al subir la mirada vi una pequeña multitud agachada o corriendo para detener las que rodaban hacia la calle. Dos mujeres en cuclillas, una chiquita japonesa, dos adolescentes con airpods y otros que no recuerdo junto con montones de caras sonriendo y manos ofreciendo lo recaudado, en menos de 3 minutos mi collar estaba intacto que es una manera de sentir que estaba roto pero completo. Como la vida de varios.
A Nueva York la pienso con la forma de un antiguo bolillero donde se integran todas las etnias del mundo, damos vuelta la manija, mezclamos y lo que sale es una muestra fiel de la heterogeneidad del contenido.
Descubro algo de celebración en la variedad, todo esta creado, pensado, resuelto. Bares, plazas, calles repletas de gente en plena actividad, ya sea masticando (la preferida supongo), leyendo, tomando fotos o notas, paseando perros, niños, en ese orden.
La elegancia es asiática, la creatividad adolescente, la “politeness” estadounidense y la pobreza obscena. Los zombis parte doliente del paisaje.
La ciudad se refleja en el despliegue de las vidrieras que abducen, quedamos cooptados por la tentación del deporte nacional: comprar y vender asombrando.
Y si de asombro se trata la futura tienda Vuitton a puro packaging se metió a Nueva York adentro. No es una cartera, ni un pañuelo, ni subiendo el volumen edilicio, ni un local ya abierto. Algún dios frívolo, parece haber olvidado en medio de la nostálgica elegancia hoy algo maltrecha, un edificio baúl con los típicos cierres y logos, colores y diseño general, que sobresale imponente entre el resto. El Central Park funciona como telón de fondo y hasta el cielo queda “placé” ante este monumento al lujo, envoltorio de la obra que pronto se inaugurará.
La 5ta Avenida era en otros tiempos el epítome de la elegancia donde se entremezclaban trajecitos Chanel, zapatos chatos con moño y puntera de charol negro, niñeras con uniforme, ninfas de largas piernas y alazanas colas de caballo, minifaldas tableadas y blazer con escudos de colegios exclusivos, algún extravagante y siempre yuppie chic y por supuesto jamás una zapatilla que no estuviera acompañada de un equipo gym de algún corredor vecino.
Pero eso era antes, hoy la puebla otra fauna, más diversa, menos snob y tal vez más interesante, mientras pienso ¿quién se robó la elegancia?
La potencia de los apellidos por dinastía o dinero, salvo humillantes ruinas personales, fue reemplazada por el brillo mercenario de las marcas.
La élite de los pies gobierna hoy en el Reinado de la Pelota. El mundo del dinero corre con zapatos de football, por cada penal metido cinco carteras Birkin, dos stilettos Louboutin, un Panerai tan último modelo como el volante del descapotable. Todo será olvidado, cambiado y reemplazado por lo que traiga el nuevo acertado pelotazo.
La 5ta Avenida recambió paseantes, a ellos se suman turistas curiosos, indigentes que viven allí mal creyendo que el dinero y la generosidad van juntos, efímeras reinas suburbanas de puntiagudas uñas tan interminables como sus ganas de presumir, mucho oriental bello y pocos argentinos, ya que varios la cambiaron por Lincoln road o el Design Distric del más benévolo clima de la Florida.
Todo es contraste y exageración, pero Nueva York es y seguirá siendo - Woody Allen estaría de acuerdo conmigo- un vicio del que varios no queremos curarnos.
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