Verano en llamas

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Verano en llamas

Verano en llamas

Paradojas. Me tumba sobre la lona un infame resfriado de verano, a traición. Sobrellevo los síntomas con gelocatiles, pero no así el contrasentido de un catarro canicular: ¿quién se toma ahora una taza de caldo? Abatimiento, modorra y el ventilador racionado, aunque me ase como una sardina espetada. En el duermevela, me viene a la cabeza El gran Gatsby , una novela donde se pasa mucho calor. En una de las últimas escenas, el cadáver fresquito del magnate yace sobre un colchón neumático en la piscina de mármol de su mansión, un remojo que no ha catado en todo el verano, como una servidora. Tardes inmóviles en el sofá mientras el fuego consume la mitad occidental de España, desde Asturias hasta la punta sur de los vientos. La España vacía o vaciada. La geografía del abandono.

Basta de bronca política; es hora de remangarse frente al paisaje y el esfuerzo, calcinados hasta la raíz

Lo que arde. Los incendios me estremecen más que cualquier otro desastre natural, tal vez porque agitan el río de la sangre, la cadena de ancestros campesinos que siguen afanándose en la memoria, corriente arriba. En la televisión, resulta sobrecogedor el testimonio de una anciana, con la piel requemada de los labriegos, que se resiste al desalojo de su casa en Carucedo, en León. Si los muros de piedra no arden, dice, si tampoco sucumbe al fuego el hierro forjado de los balcones, entonces ¿por qué diablos se la llevan de allí? No lo comprende.

La mujer guarda un parecido asombroso con Benedicta Sánchez, la actriz octogenaria que protagonizó O que arde , la película de Óliver Laxe donde las llamas abrasan una aldea de Lugo y los vestigios de una vida rural, mientras asciende hacia los cielos un salmo de Vivaldi, el Nisi dominus, cum dederit . El hombre y las llamas, tan parecidos.

Brais Lorenzo / EFE

Verborrea incendiaria. El fuego cruzado de los políticos parece una alucinación provocada por la fiebre. “Tenemos la mala costumbre de comer”, alega el consejero de Medio Ambiente de Castilla y León, Juan Carlos Suárez-Quiñones, cuando le recriminan su ausencia durante el incendio de Las Médulas. Resulta que estaba en Gijón, el hombre, de visita en la Feria Internacional de Muestras de Asturias. ¡Ah, el vórtice de los almuerzos! Qué tendrán esas sobremesas magnéticas, como la que abdujo a Mazón durante el punto álgido de la dana. En cualquier caso, ahora es el momento de remangarse, de aparcar la brega política, de apechar. Muy desacertado el ministro Puente con lo de “está calentita la cosa”.

Lee también La diplomacia del golf Olga Merino
President Donald Trump arrives, followed by a bagpiper band, at the opening ceremony for the Trump International Golf Links golf course, near Aberdeen, Scotland, Tuesday, July 29, 2025. (AP Photo/Jacquelyn Martin)

Cenizas. En unos versos del Libro del frío , la voz del poeta Antonio Gamoneda, asturiano afincado en León desde los tres años, sube hasta un cerro para ponderar su insignificancia frente a la inmensidad abismal de la naturaleza: “Un bosque se abre en la memoria y el olor a resina es útil al corazón. / Vi las esferas del sudor y los insectos en la dulzura; […] después, el cardo hirviendo ante el centeno y la fatiga de los pájaros perseguidos por la luz”. Ahora, tal vez ese paisaje de encinas, castaños y cereal segado con tanto esfuerzo se ha calcinado hasta la raíz.

Antropofagias. Un grupo de antropólogos ha descubierto en el yacimiento de Atapuerca (Burgos) osamentas de humanos con marcas evidentes de haber sido canibalizados. Nada nuevo. Lo apasionante del asunto radica en que, a decir de los científicos, no los devoraron debido a la hambruna ni en un acto ritual, sino con el objetivo de su “eliminación metafísica”. El tránsito al neolítico debió de ser de órdago, un choque brutal entre el clan que se dijo “aquí nos plantamos: este pedazo de tierra es nuestro” y el modo de vida de los nómadas, que iban cazando a voleo y recogiendo fruta sin atender a cercados. Una colisión a hachazo limpio.

Tierra quemada. Apuro estas líneas mientras Trump y Putin conversan sobre Ucrania a sus espaldas. Lo hacen en Alaska, adonde llegaron los cazadores rusos a finales del siglo XVIII en busca de pieles de nutria, lobo y oso. Ya habían esquilmado bastante la fauna de “la Siberia de la Siberia” cuando el zar Alejandro II malvendió el territorio ártico a EE.UU. en 1867 para sanear las arcas de San Petersburgo, drenadas por la inmensa deuda adquirida tras la guerra de Crimea (1853-1856). Creyó poder doblar a un imperio otomano griposo como a un junco. Siglo y medio después, Crimea vuelve al tapete verde. Territorios sucios de sangre intercambiados como naipes.

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