Odio el verano... en el pueblo

Después de tres días exponiéndoos mis motivos para detestar el verano en la playa, los campings y las grandes ciudades, resaltaré los pueblos como uno de los mejores lugares para la temporada estival, aunque también tengan sus cosillas.
Para pasar las vacaciones en el pueblo y sobrevivir necesitamos varias cosas:
“Las horas languidecen, se derriten y emanan ese bien del que cada vez disponemos menos: el aburrimiento”1) Una televisión que tenga Canal Sur para ver a Juan y Medio, el Tinder de los mayores, durante las eternas siestas de cuatro horas; o La2 para poner Saber y ganar .
2) Una silla de enea para salir por la noche al tranco de la casa a tomar el fresco con los vecinos y comentar cómo fue el día.
3) Una rebequilla para echarte por los hombros por si refresca, aunque luego acabes usándola para sentarte encima y no mancharte el culo del pantalón o del vestido en los bancos de piedra de la plaza del pueblo. Y un abanico, por si no refresca.
Lee también Odio el verano... en la ciudad David Uclés
4) Un bloc de notas para apuntar todos los nombres de las personas que se te van presentando diciéndote que son familiares lejanos, aunque no los hayas visto en persona.
5) Aprenderte las letras de La ventanita y de algún pasodoble, aunque me temo, como conté en un artículo hace un mes, que no sonarán pasodobles cuando seamos mayores, sino La gasolina y otras piezas urbanas.
6) Mucha paciencia.
Mi pueblo es un pueblecillo andaluz de casas blancas precioso. Se llama Quesada, Jándula en mi última novela, y lo adoro. Es mi Macondo particular, un lugar cargado de supersticiones y de costumbres mágicas, oculto, además, en los pliegues de un valle remoto. Si bien, en verano padece el mismo mal que el resto de la provincia: el extremo calor del interior peninsular. Por eso, a mi padre se le ocurrió sumarse a la moda de poner ventiladores de techo en todas las habitaciones de la casa del pueblo. Se vino tan arriba que puso cuatro, y ahora me da miedo que encienda todos de golpe y la casa acabe volando como la de Up . O que me despierte sonámbulo y me ponga de pie en la cama y acabe siendo el protagonista de Destino Final 10: Death in Jaén .
Lee también Odio el verano... en el camping David Uclés
Mi madre, hasta la fecha, no quería ventiladores, pues a ella en el pueblo le iba muy bien usar un flifli de agua y regarse entera mientras intentaba coger el sueño. Pero el verano pasado, por equivocación, se esparció un producto químico que mi padre había puesto en el flifli para curar los olivos y le salió una rosácea en los mofletes, y dijo que por culpa del fluflu , pues a veces lo llama con u, parecía Espinete, y entonces apoyó convertir la casa en la de Up. Desde entonces, tanto ella como yo, antes de usar el flifli probamos el agua. Parecemos zahoríes.
Lee también Odio el verano... en la playa David Uclés
Tengo buenos recuerdos del pueblo en verano, pero también malos. Los intercalaré: el olivar de noche es precioso, pues los olivos arrojan una sombra oscurísima en la tierra caliza que protege y da calma, y la tierra acaba asemejándose a un paisaje lunar moteado, siempre y cuando haya luna llena; los médicos se han ido todos de vacaciones y tienes que trasponer a Córdoba o a Granada cuando te duele algo y crees que es un tumor; el viento de las últimas noches de agosto huele a libros forrados, a vuelta al cole, a infancia y vida sin muerte; los campos se queman que da gusto y más de un incendio te da un buen susto; ver a tus abuelos echándose la siesta es algo bello, con la cara llena de moscas y la boca abierta, lanzando el silencio y los ronquidos que, de mayores, asociaremos a la infancia; si abres Tinder, la aplicación te muestra solo a dos personas y, acto seguido, te indica que no hay nadie en 120 kilómetros alrededor…
Lee también El perdón que más tiempo esperé David Uclés
Pero lo más preciado de pasar los veranos en los pueblos es el efecto mágico de que el tiempo se estira y se hace eterno. Las horas languidecen, se derriten y emanan ese bien del que cada vez disponemos menos: el aburrimiento. Si no se deja en barbecho la mente, no será nunca fértil, y esas horas muertas en los pueblos son excelentes para leer, escribir o, simplemente, tumbarse y no hacer nada: mirar la cal de las paredes, escuchar las cigarras felices, ignorar la calculadora humana de Jordi Hurtado…
Y es que las siestas en Jaén me hicieron lector. Mi prima leía El señor de los anillos y yo, con apenas diez años, me maravillaba ante la paz que emanaba. ¿Cómo era posible que se mantuviera tranquila durante tantas horas y feliz? Aquel libro fue el primero que leí en mi vida, la puerta de entrada a todo un universo y a una nueva concepción de la existencia, al milagro arquitectónico de construir en la cabeza del otro un mundo, porque eso es escribir: ser constructor de mundos.
Lee también El cura progay David Uclés
Sin el pueblo, no sería lector ni escritor, y mi vida habría sido mucho más desdichada.
Además del placer de la lectura, al caer la tarde noche, después de la eterna siesta, aparecen nuevos ocios: puedes darte un baño en el río, ir a ver la virgen a la iglesia y oler la albahaca, tomarte una leche merengada en el jardín o incluso jugar a un juego bien curioso que inventé de pequeño en el pueblo con mis primos. Consistía en pasar por una calle junto al banco donde varios ancianos charlaban e intentar que ninguno de ellos te mirara. Antropológicamente, esto es imposible si es la primera vez que pasas, pues los lugareños te hacen el padrón ipso facto . Hay que pasar muchísimas veces, hasta que se aburran de ti. Así, con suerte, lo mismo pasas una trigésimo quinta vez y ni te miran. No recuerdo haber ganado nunca.
Lee también ¿Quién bailará pasodobles? David Uclés
Otros juegos que hacíamos de pequeños: llamar a los timbres y salir corriendo, tirarle piedras a los coches en mitad del olivar que albergaban a parejas dándose al amor y al sexo; colarnos en casas viejas, pues entonces nadie en el pueblo cerraba las puertas de sus casas; hacer cabañas en la huerta o, simplemente, cavar hoyos profundos, a ver si encontrábamos algún tesoro o, con suerte, agua, el mayor tesoro en mi tierra… Lo triste es que ninguna de estas cosas las hacen ya los adultos. Es por eso que ahora, a mis 35, la vida en el campo en verano se me hace más cuesta arriba.
Doy gracias a Dios, en mi caso, por haberme congratulado con el don del aburrimiento aquellas siestas y, como resultado, por haber cogido un cuaderno y anotado las historias pasadas de mis abuelos. Así es como fui muy feliz en el campo y sobreviví a los 40 grados tantísimos meses de agosto.
lavanguardia