No hay notificaciones que deban estar presentes

Ayer por la tarde, antes de volver a casa, quedé con Francisco, un buen amigo del instituto al que no veía desde hacía más de 20 años. Quedamos en el Café de l'Avenue, justo al lado del Arco del Triunfo. El ambiente era clásico: madera oscura, iluminación tenue y el aire de alguien que ha presenciado muchos encuentros y despedidas.
Llegué primero. Me senté junto a la ventana. Todo estaba tranquilo, aún lejos del bullicio. Fue entonces cuando vi una escena inusual: un abuelo y su nieto, sentados y conversando. Eso era todo. Sin pantallas, ni tabletas , ni siquiera un libro para colorear; solo ellos dos interactuando. Casi extraño, hoy en día.
El abuelo hablaba de coches de juguete como si fueran auténticas reliquias del Louvre: explicaba los modelos, las innovaciones, las historias de coches similares de la vida real. Su nieto escuchaba con esa atención excepcional que normalmente se reserva solo para helados y dibujos animados.
Llegaron las bebidas —café para el abuelo, leche con chocolate para el nieto— y apartaron los carritos. Continuaron su conversación con naturalidad, entre sonrisas y risas. Nada parecía distraerlos.
Llegó Francisco. Nos pusimos al día, reímos y charlamos de los viejos tiempos. Miramos a nuestro alrededor y, ¡sorpresa!, el abuelo y el nieto seguían allí, como si el mundo exterior fuera una sugerencia.
Después de un tiempo, tuve que irme. Apretones de manos y vagas promesas de no dejar pasar otros 20 años, porque, por desgracia, ya sabemos cómo suele ser eso.
Ya en el taxi, me puse a pensar en ese momento. Sentí un poco de envidia, una envidia buena, en realidad. Envidia de quienes pueden estar realmente presentes, sin recordar que tienen 47 notificaciones más que abrir.
Me di cuenta de que estos momentos sencillos, incluso banales, tienen más impacto del que creemos. Y que últimamente he pasado más tiempo en línea que con mis seres queridos.
Esa escena me sirvió de recordatorio (más efectivo que cualquier alarma del móvil): es en los pequeños momentos donde pasan las cosas. Y no me sorprendería que, dentro de unos años, ese niño aún recuerde con detalle las meriendas que compartía con su abuelo. Si todo va bien, querrá hacer lo mismo. Porque, seamos sinceros, el ejemplo se pega. Igual que los vicios. Y los tics. Y la costumbre de hablar demasiado de coches viejos.
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sapo