“Soy joven, educado y deportista”

La cultura debería ser quizás el techo bajo el que todos nacemos, un techo que crece alto sobre nuestras cabezas, un techo que se ensancha, que se aleja de nosotros, que se vuelve complejo, que nos hace no temer nuestra propia insignificancia. Porque cuando la cultura es grande, no alimenta egos, sino conciencias; no engrandece a los hombres ni los llena de poder, sino que da poder a sus pensamientos. La cultura tiene obras realizadas y evidencia de vida terrenal, pero la cultura es profundamente inmaterial y vive más allá de lo tangible.
La cultura es, quizás como ninguna otra cosa, la marca de un país, porque es, sin duda, una marca, el sello más imborrable que los hombres dejan en la humanidad al partir. Mediante la asociación de palabras, un juego tan característico de la especie, podemos llegar a ella. ¿París? El Louvre, la Mona Lisa. ¿Italia? Leonardo, la Capilla Sixtina, Miguel Ángel. ¿Nueva York? El MoMA, el Guggenheim, Broadway, Woody Allen. ¿Inglaterra? Shakespeare, el teatro. ¿Rusia? Literatura, Tolstói, Dostoievski, el ballet.
Portugal no es una excepción. Portugal tiene cultura, pero no siempre la ha tratado bien y, a juzgar por el paso del tiempo, no siempre la tratará bien. Camões, Saramago, Gulbenkian, Jerónimos, Lusíadas, CCB, Expo 98 son solo algunos ejemplos de momentos, personas y pilares de la cultura en nuestro país, pero ¿qué tendremos que mostrar a partir de ahora? El momento de este texto no es inocente y llega en vista de la rápida asimilación de la cultura en un pastel ministerial junto con la juventud y el deporte. Quizás funcionen bien juntos como tarjeta de presentación en una fiesta de empresa o en una aplicación de citas —«Soy joven, culto y deportista»— podría ser el verdadero epitafio de una mente sana en un cuerpo sano, pero en un ministerio tengo dudas.
En un país pobre con muchos problemas por resolver, la absorción del Ministerio de Cultura no es una cuestión de prioridades, sino un asunto viejo y rancio en un país que, siendo sinceros, tiende a mostrar cierta animosidad hacia la cultura y lo que esta representa. Basta recordar las polémicas con José Saramago cuando publicó El Evangelio según Jesucristo , que, según Sousa Lara, entonces subsecretario de Estado de Cultura, «no representa a Portugal ni a los portugueses». Independientemente de si a uno le gusta Saramago o el libro, la cultura es un hogar al que se puede acceder sin religión ni partidos políticos. A menudo, es a través de la cultura que los aspectos «podridos» de una sociedad quedan grabados para la posteridad. Si no fuera por Eça y otros compatriotas, hoy no podríamos disfrutar de las carreras de caballos. El problema es que la sociedad, en particular sus líderes, siempre se ve tentada a asumir el papel de brújula moral, de consejeros sobre el bien y el mal, y prefiere mantener los aspectos «podridos» enterrados y evitar que sean sacados a la luz por ojos independientes. La cultura puede ser astuta y mordaz, y lo ha sido tantas veces, y seguirá siéndolo, aun con la falta de importancia y el olvido a que la quieren condenar.
Un país sin cultura es un país sin nada que mostrar en los próximos 20, 50 o 100 años. Los tiempos son así, pero quizás algún día nos hartemos de las lagunas que la modernización no puede llenar, de las dificultades que la inteligencia artificial no puede resolver y del dinero que, por mucho que sea, no puede comprar el progreso. Hoy en día, dependemos de muchas cosas: de la tecnología, de las redes, del dinero, de la burocracia. Pero la cultura alimenta una dependencia que nunca debería caer en desuso. Cuanto más apreciamos la cultura, más difícil nos resulta no pensar por nosotros mismos, más difícil nos resulta dejar que otros piensen por nosotros. La cultura nos hace dependientes de nuestro propio pensamiento.
observador