Muerte a manos de los extremos

Hay un hilo invisible pero inquebrantable que conecta el afán de absoluto con la negación de la vida. Donde se busca la pureza total, donde se reivindica la perfección intachable, ya no existe el deseo de reformar el mundo: se pretende secretamente extinguirlo. Así, tanto en política como en arte, la apelación a los extremos no es un mero desorden del juicio, sino una forma velada de desprecio por la condición humana, esa condición de mezcla, de imperfección y de límite. De hecho, la vida, como manifestación orgánica y social, está hecha de compromiso, de variación, de infinitas gradaciones. La vitalidad reside precisamente en la tensión entre los opuestos, en la mediación de los opuestos, en la fértil imperfección de lo inacabado. Ahora bien, el extremismo, en cualquiera de sus expresiones, repudia esta ambivalencia fundacional: desea un orden sin fisuras, una verdad sin sombras, una comunidad sin conflicto. Y al hacerlo, suprime precisamente aquello que hace posible la existencia.
El extremista, ya sea el fanático político, la vanguardia estética o el moralista absoluto, rechaza el drama de la vida real. Se niega a aceptar la lentitud del crecimiento, la ambigüedad de los afectos, la fragilidad de las instituciones. Anhela la ruptura total, un borrón y cuenta nueva, una catástrofe regenerativa. Pero este anhelo, que se presenta como un llamado a la pureza o la justicia integral, es en última instancia un deseo de muerte: la muerte de la sociedad tal como es, la muerte de la historia que pesa, la muerte del otro que se resiste a ser convertido o destruido. Hay, por lo tanto, en el extremismo, no una vitalidad exacerbada, sino una impaciencia exasperada que solo la muerte puede saciar. Donde la moderación es el difícil arte de equilibrar fuerzas opuestas, el extremismo es el llamado fácil a la aniquilación de una de las partes. Donde el político prudente reconoce que todo orden es imperfecto y provisional, el extremista reclama un reino final donde toda disonancia haya sido suprimida: a costa de la libertad misma, de la pluralidad, de la vida.
La historia está llena de ejemplos de cómo esta pasión por lo absoluto culmina en tragedia. Los proyectos que más ardientemente prometieron establecer el paraíso en la Tierra invariablemente terminaron sembrando el infierno. Revoluciones que prometían emancipación degeneraron en tiranías; movimientos que exigían pureza degeneraron en purgas y masacres. El extremismo, que comienza como una negación del presente, siempre termina como una negación de lo humano. No es solo en política donde este ímpetu se manifiesta. También en el arte vemos el deseo de llegar hasta el final, de disolver toda forma, de trascender toda tradición, de negar toda herencia. El culto a la ruptura permanente, a la provocación sin fin, revela la misma pulsión nihilista: no una pasión por la creación, sino un odio secreto a la posibilidad misma de la creación, que siempre presupone límites, reglas, continuidad.
Por lo tanto, es importante resistirse al canto de sirena de los extremos. No porque debamos idolatrar el centro, entendido como un punto medio sin principios, sino porque el espacio vital de la política y el arte es aquel donde hay disputa sin destrucción, conflicto sin aniquilación, crítica sin apocalipsis. La verdadera valentía política no consiste en pedir la destrucción de todo lo existente, sino en asumir la carga de reformar lo imperfecto sin ceder a la tentación de reducirlo a cenizas. Vivir es aceptar lo inacabado, lo impuro, lo transitorio. Construir una ciudad humana es aceptar vivir en el intervalo entre lo que es y lo que podría ser, sin intentar jamás abolir esa distancia por la fuerza. Quien, por impaciencia o desesperación, busca borrar esta tensión, en última instancia, no busca una vida superior, sino el insidioso alivio de la muerte.
Por lo tanto, en tiempos de fiebre ideológica y fervor sectario, es más urgente que nunca recordar que la política, como el arte, existe para sustentar la vida, no para superarla. Que la libertad no es la recompensa de la pureza alcanzada, sino el riesgo constante de un equilibrio imperfecto. Que la vitalidad de las sociedades no reside en el triunfo de un partido, sino en la capacidad de coexistencia entre fuerzas irreconciliables. La pasión por los extremos es, en última instancia, la máscara más hermosa de nuestra vergüenza de vivir: desear lo imposible porque no podemos soportar lo posible. Y nada es más mortal que eso.
observador