Portugal, el país de los ilusionistas

En Portugal, vivimos en un espectáculo permanente de ilusionismo político. Los protagonistas no llevan sombreros de copa ni juegan a las cartas, pero dominan como nadie el arte de hacernos creer que algo está sucediendo... cuando, en realidad, todo sigue igual.
Con cada ciclo electoral, la retórica se renueva: se habla de reformas estructurales, recortes presupuestarios, inversión en salud, justicia para el profesorado, dignidad laboral y políticas migratorias coherentes. Escuchamos palabras altisonantes: «cambio», «visión», «transformación». Pero una vez que se cumplen las promesas, cuando se levanta el telón y se desvanece la luz, la realidad vuelve a imponerse: pesada, repetitiva y carente de magia. Nos prometen acción, pero nos ofrecen retrasos.
Tomemos el caso de los incendios. Cada verano, Portugal arde. Arde el interior olvidado, arden los bosques desorganizados, arden las vidas de quienes insisten en resistir en el campo. Siguen los informes, y también los minutos de silencio, pero año tras año, poco cambia. Los aviones llegan tarde, los bomberos siguen mal pagados y el bosque permanece abandonado. Una ilusión de acción, una realidad de inercia.
En el ámbito sanitario, el reto es grande, pero también lo es la oportunidad de cambio. Se habla de fortalecer el NHS, contratar profesionales y mejorar el acceso a los servicios de urgencias. Sin embargo, en la práctica, muchos pacientes siguen enfrentándose a largas esperas para citas y tratamientos, y los servicios de urgencias tienen dificultades para ofrecer una respuesta completa debido a la escasez de recursos humanos. Es fundamental invertir estratégicamente en valorar a los equipos sanitarios, crear mejores condiciones laborales y atraer talento con políticas estables y motivadoras. El potencial de nuestro sistema es inmenso; lo que se necesita ahora es transformar estas intenciones en medidas concretas y sostenibles.
Pero es crucial ir más allá de la gestión actual: urge una reforma profunda del sistema sanitario. El Servicio Nacional de Salud se diseñó para una realidad poblacional y epidemiológica que ya no existe. Hoy en día, tenemos una población que envejece, enfermedades crónicas más prevalentes y una tecnología médica que ha evolucionado enormemente. No tiene sentido seguir invirtiendo en un modelo obsoleto: necesitamos innovar, modernizar los servicios y utilizar la tecnología de forma inteligente, preventiva e integrada.
La educación exige una urgencia similar. Educamos a estudiantes del siglo XXI con métodos del siglo XIX. Los currículos están desfasados de la realidad actual, y seguimos enseñando como lo hacían nuestros abuelos. Es necesario repensar las escuelas desde cero: más interdisciplinarias, más prácticas y más cercanas a las habilidades que el mundo demanda: pensamiento crítico, alfabetización digital, creatividad, empatía. Las reformas estructurales son inevitables si queremos preparar a los jóvenes para afrontar desafíos reales.
¿Y qué hay de la inmigración? Por un lado, escuchamos llamados a la integración y a valorar la diversidad. Por otro, presenciamos una desorganización administrativa total, la falta de políticas serias y estructuradas para acoger a los recién llegados y la degradación de las condiciones de vida básicas de miles de personas. Una vez más: discursos hermosos, pero sin consecuencias prácticas.
Tras esta ilusión colectiva se esconde un problema más profundo: Portugal vive sin un enfoque, sin objetivos estructurados, sin una verdadera visión de futuro. Se gastan millones —en fondos, programas e iniciativas europeas—, pero casi siempre sin un plan coherente, sin objetivos claros, sin saber dónde queremos estar en 10, 20 o 30 años. Carecemos de un proyecto nacional. Carecemos de ambición. Las decisiones se toman en función de la conveniencia política, sin continuidad, sin estrategia.
Es urgente adaptar las leyes y el Estado a las necesidades y realidades actuales. Estamos atados a una Constitución y un sistema legislativo preparados para los desafíos del siglo pasado. Hoy vivimos en una era de transformación digital, inteligencia artificial, movilidad global y desafíos climáticos urgentes. La digitalización podría y debería ser un factor clave para que el Estado sea más eficiente, más transparente y esté más cerca de la ciudadanía. Sin embargo, sigue considerándose una moda pasajera, no una prioridad estructural.
¿Cómo es posible que no aprovechemos plenamente nuestra zona económica exclusiva, una de las más extensas de Europa? ¿Cómo es posible que sigamos ensimismados, como si el Atlántico no estuviera a nuestras puertas? Históricamente, Portugal solo cobró relevancia cuando se volvió hacia el mar. Nuestra fuerza nunca fue el tamaño, sino la audacia de mirar hacia el exterior. Hoy, somos un país periférico que insiste en pensar a pequeña escala. Seguimos utilizando el ancho ibérico en nuestros ferrocarriles, mientras el resto de Europa avanza en la interoperabilidad. Es simbólico: insistimos en ser una excepción, cuando deberíamos aspirar a ser un nexo de unión.
Nuestros políticos se apresuran a decir que «en el exterior somos los mejores», que somos un «ejemplo de democracia», «paladines de la diplomacia». Pero basta con mirar con honestidad para darse cuenta de que somos como muchos otros, y a veces incluso menos eficaces. Lo que ocurre en el exterior es que el entorno es más propicio para la evolución: leyes actualizadas, decisiones rápidas, Estados ágiles. No es que seamos peores; simplemente hemos creado un sistema donde todo lleva demasiado tiempo, donde nadie se arriesga, donde todos hablan y nadie actúa.
Este es el gran problema: nuestros líderes se nutren de la teatralidad. Dicen defender una cosa y luego la contraria, sin vergüenza ni consecuencias. Se presentan como reformistas, pero actúan como burócratas de la procrastinación. Portugal necesita desesperadamente coraje político para romper con los ciclos de improvisación, invertir a largo plazo, confrontar intereses arraigados y elegir entre lo popular y lo necesario.
La inacción no es neutral. Tiene costos. Costos en vidas, en oportunidades perdidas, en talento que emigra, en regiones que mueren lentamente. Esta parálisis nos empuja silenciosamente hacia la irrelevancia. Como país, estamos perdiendo peso, influencia y autoestima. Nos hemos vuelto expertos en prometer y fracasar.
Mientras los ilusionistas sigan en el escenario, con sus discursos ensayados y su arte de disimular la inacción, Portugal seguirá siendo rehén de un futuro que nunca llega. ¿Y lo más trágico de todo? Tras ver el truco repetido tantas veces, casi hemos dejado de creer que la política puede ser diferente.
observador