Eutanasia: cuando el Estado decide quién debe morir

Hay leyes que, cuando fallan, nos salvan de nosotros mismos. La eutanasia en Portugal fue una de ellas. No por intención, sino por efecto. Entre el lirismo del «derecho a morir con dignidad» y el realismo de las familias que empujan a los más frágiles hacia la salida, hay una delgada línea entre la autonomía y el abandono.
No todas las elecciones son libres sólo porque fueron firmadas
El Tribunal Constitucional ha bloqueado una ley precipitada, mal redactada y peligrosamente ambigua. Y lo hizo bien. Tras la prosa parlamentaria se escondían conceptos como «sufrimiento intolerable» y «lesión definitiva de extrema gravedad», expresiones que parecen serias, pero que, en la práctica, son trampas legales a punto de estallar.
Un ejemplo son los Países Bajos, donde la eutanasia es legal desde 2002, para ver los riesgos. En 2024, 219 personas fueron sometidas a eutanasia por angustia psiquiátrica. Una de ellas lloró cuando le preguntaron si realmente quería morir. El médico procedió de todos modos, con la aprobación de la ley.
Cuando el Estado legitima, las presiones dejan de ser invisibles
La izquierda insiste en ampliar los criterios: más enfermedades, más sufrimiento subjetivo, menos barreras. La derecha, como siempre, se ha limitado a gritar "¡Cuidado con la puerta abierta!". Ambas han fracasado en el debate adecuado: cómo garantizar que quienes quieren morir sean quienes realmente deciden morir, y no quienes se han resignado a la falta de alternativas.
Aquí es donde entra en juego la perspectiva liberal, que no es ni pro-eutanasia ni anti-eutanasia. Es pro-autonomía real. Esto implica defender un modelo riguroso, protegido del abuso, donde los deseos del paciente sean verificados, monitoreados y confirmados por médicos independientes.
La libertad sin protección es solo abandono con el perfume de la elección.
En Portugal, el último intento legislativo tuvo algunos principios acertados: la necesidad de opiniones médicas, la obligación del consentimiento informado y la exclusión de menores. Sin embargo, falló en lo crucial: no exigió una evaluación por especialistas en la patología del paciente, permitió la libre elección del método (incluso cuando el paciente podía suicidarse sin ayuda) y creó una comisión sin poder vinculante. Fue una ley que pretendía ser prudente, pero que dejó lagunas legales por las que cabían numerosos abusos.
En los países donde la eutanasia es legal, las cifras se disparan. En Canadá, 15.000 personas murieron con asistencia médica en 2023, casi el 5% del total de fallecimientos. Y allí, como aquí, también empezó con "casos excepcionales". Hoy en día, hay informes de personas que han pedido morir porque no pueden permitirse una casa adaptada a sus alergias. Literalmente: sin dinero para vivir, la única opción es morir.
La dignidad no está en morir sin dolor. Está en vivir sin miedo.
El modelo propuesto por un liberal sensato es claro: eutanasia solo para quienes padecen sufrimiento físico irreversible, sin dependencia económica ni emocional, con capacidad mental confirmada por un psiquiatra, tras una doble evaluación médica y la autorización de una comisión independiente. No hay prisa. Hay prudencia.
Pero esto requiere más que legislación. Requiere cultura. Y esta cultura empieza por no normalizar la muerte como respuesta social al sufrimiento. En lugar de aprobar leyes apresuradamente para parecer "progresista", el Parlamento haría mejor en fortalecer los cuidados paliativos y capacitar a los médicos para aliviar el dolor, no para causar la muerte.
La tendencia es citar a Bélgica, donde incluso los niños pueden solicitar la eutanasia (tres lo han hecho desde 2014). Lo que no se menciona es que, en ese mismo país, un médico fue absuelto tras practicarle la eutanasia a una mujer con autismo leve. El tribunal dictaminó que se trató de un "error de buena fe". ¿Buena fe? ¿O fe ciega en una práctica que se presenta como técnica, pero que, en esencia, es existencial?
En nombre de la autonomía, no podemos delegar al Estado la función de certificar las muertes. Un Estado que falla en residencias de ancianos, hospitales y pensiones no puede ser promovido al máximo juez de la dignidad.
El derecho a morir no es un deber de desaparecer
¿Conclusión? La eutanasia no es un avance civilizatorio. Es una decisión individual: radical, irreversible y profundamente íntima. Si el Estado quiere respetarla, debe hacerlo con normas estrictas, filtros rigurosos y una exigencia ética acorde con el drama que conlleva. Todo lo demás es supervisión legislativa envuelta en palabras bonitas.
Porque una sociedad que ofrece la muerte antes de ofrecer apoyo… se está rindiendo. Y no nos rendimos. Ni a la vida, ni a la libertad.
Cada vida es nuestra, no del Estado.
observador