La crisis de la vivienda y el precio de la incertidumbre jurídica

Durante años, Portugal creyó que el problema de la vivienda se resolvería simplemente brindando mayor protección a los inquilinos. La idea era simple y seductora: los propietarios tenían demasiado poder sobre los inquilinos y el Estado debía intervenir para «equilibrar la balanza». Sin embargo, el resultado es innegable: un mercado de alquileres cada vez más reducido, rentas prohibitivas y una profunda desconfianza entre propietarios e inquilinos.
Las políticas de los últimos años, especialmente bajo la influencia de los gobiernos de izquierda —la famosa «geringonça» (coalición de izquierda)— han creado un sistema en el que la buena fe de los propietarios se pone a prueba constantemente y rara vez se ve recompensada. Los sucesivos cambios legislativos —presentados con el pretexto de «proteger a los más vulnerables»— han terminado por debilitar el propio mercado que pretendían salvaguardar.
El contrato de arrendamiento de vivienda, que debería basarse en la confianza mutua, se ha convertido en una actividad de alto riesgo legal. El arrendador sabe que, en caso de impago, deberá esperar meses (o años) para recuperar su propiedad, incurriendo en gastos fijos y pérdidas crecientes. El arrendatario, por su parte, sabe que el Estado está dispuesto a extender su protección prácticamente sin límites, incluso en casos de abuso o impago. Este desequilibrio institucionalizado ha destruido el incentivo más básico para la oferta: la seguridad.
El resultado es paradójico. Al intentar proteger a los inquilinos, el Estado ha ahuyentado a los propietarios, reducido la oferta y, en consecuencia, disparado los alquileres. Cuando el riesgo aumenta y la ley se convierte en un obstáculo para recuperar la propiedad, muchos optan por no alquilar o hacerlo solo a precios que compensen el riesgo. Otros retiran sus propiedades del mercado y recurren a alquileres a corto plazo, o simplemente las dejan cerradas: una consecuencia previsible de una política que confundió la protección con el castigo.
La reducción de la indemnización por retraso en el pago del alquiler, del 50% al 20%, es el símbolo perfecto de esta inversión de la lógica. En un país donde el incumplimiento se considera casi un derecho adquirido, cumplir el contrato se ha convertido en una elección moral, no en una obligación legal. La ley, que debería garantizar la previsibilidad, ha empezado a premiar la negligencia y a castigar a quienes cumplen.
La crisis de la vivienda es, por lo tanto, mucho más que una cuestión de precios. Es una crisis de confianza. Sin confianza no hay inversión; sin inversión no hay oferta; sin oferta no hay solución. El problema no es el «libre mercado», sino un mercado obstaculizado por normas que tratan al propietario como sospechoso y al deudor moroso como víctima.
Si Portugal realmente quiere resolver su crisis de vivienda, necesita hacer lo que durante mucho tiempo ha evitado: restablecer la seguridad jurídica y reequilibrar el contrato de alquiler. Esto no significa abandonar la protección social, sino reconocer que la estabilidad del sistema depende de quienes arriesgan su patrimonio. El Estado no puede seguir exigiendo más viviendas en el mercado mientras, al mismo tiempo, transforma el mercado de alquiler en un laberinto de incertidumbre y burocracia.
En definitiva, el problema no cayó del cielo; fue construido, ladrillo a ladrillo, por las mismas políticas que buscaban un mercado de vivienda justo.
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