La regionalización es cumplir con la Constitución

En el siglo XXI, Portugal sigue posponiendo el cumplimiento de uno de los objetivos más importantes de su Constitución: la creación de regiones administrativas. Lo que debería haber sido la base estructural de nuestra democracia plural ha sido, a lo largo de casi cinco décadas, víctima de sucesivos aplazamientos, vacilaciones políticas y compromisos incumplidos. Nunca ha existido un debate serio, abierto y coherente sobre la regionalización. El tema se ha suprimido sistemáticamente, se ha mantenido fuera de la agenda pública y se ha tratado como un tabú. Y la razón es simple: existe un deseo tácito por parte de los sucesivos gobiernos centrales de mantener todo como está.
De hecho, actualmente somos uno de los países más centralizados de Europa, con una excesiva concentración de poder político y administrativo en Lisboa. Áreas estratégicas como la educación, la sanidad, la movilidad y la seguridad siguen estando fuertemente centralizadas, lo que priva a las regiones de margen de maniobra e inviabiliza las políticas públicas adaptadas a las especificidades locales. El resultado es evidente: flagrantes asimetrías entre la costa y el interior, entre las ciudades y los territorios de baja densidad, entre una capital sobrecargada y un país cada vez más olvidado.
En una época de desafíos múltiples e interdependientes —transición digital, cambio climático, crisis demográfica, reindustrialización verde, envejecimiento poblacional, inestabilidad geopolítica—, se requiere una profunda reflexión sobre la arquitectura del Estado. Al mismo tiempo, asistimos a una preocupante erosión de la democracia: instituciones desgastadas, crecientes desiertos cívicos, ciudadanos cada vez más distanciados de los centros de decisión y una representación política que ha perdido la capacidad de generar respuestas con visión, profundidad y visión de futuro.
La política se ha vuelto prisionera de la lógica inmediata: de la frase fácil que llena la pantalla, del eslogan que se viraliza, del ruido que disimula el vacío. Las soluciones simplistas están de moda, porque son fáciles de repetir, fáciles de compartir, pero peligrosamente inocuas. No abordan la raíz de los problemas, no transforman las realidades, no construyen sentido colectivo. Vivimos en una época en la que la democracia corre el riesgo de convertirse en un ritual sin alma, y por eso necesitamos una lágrima, no un parche. La valentía de reformar lo que no funciona. Un Estado que escuche por principios, no por conveniencia.
Un Estado que reconoce que el desarrollo se construye sobre el terreno: donde la gente vive, trabaja, lucha y sueña. Que ve la diversidad geográfica y social como una fortaleza, no como un problema que debe gestionarse. Que tiene la valentía de confiar en las comunidades, valorar el conocimiento local y transferir habilidades con recursos y legitimidad. En un momento en que urge revitalizar la democracia desde dentro, la regionalización representa una oportunidad para renovar el pacto entre el Estado y sus ciudadanos, con mayor proximidad, más participación y más justicia.
Durante décadas, hemos camuflado la inercia con reformas tímidas. Llamamos «descentralización» a lo que eran meras transferencias de responsabilidades, sin recursos ni visión. Se exigió a los municipios que asumieran nuevas responsabilidades sin los recursos adecuados, transformando la autonomía local en una especie de simulacro que sirve más para liberar al gobierno central de sus responsabilidades que para empoderar a los gobiernos locales. Mientras tanto, se siguió ignorando a las regiones, como si el país fuera uniforme, cuando en realidad es profundamente diverso.
Los datos no mienten:
Portugal tiene una de las tasas más bajas de gasto público regional y local de Europa: solo el 12,6% del gasto público nacional se realiza a nivel local, cuando la media europea es del 33,4%;
Sólo el 5,6% del PIB nacional es ejecutado por los niveles subnacionales de gobierno, muy por debajo del promedio del 15,5% de la Unión Europea.
Nos enfrentamos, pues, a un modelo que ahoga la iniciativa, paraliza la innovación y compromete la equidad territorial. Y lo peor es que el país parece haberse acostumbrado a este bloqueo. Parece haber interiorizado la idea de que así son las cosas. Pero no tiene por qué ser así. Podemos —y debemos— hacer las cosas de otra manera.
Según el último estudio de IPPS/Iscte, "¿Qué piensan los portugueses sobre 2025? Descentralización, desconcentración y regionalización", publicado en mayo de 2025, los portugueses están preparados para este paso. Y esto no es solo una impresión, sino una evidencia estadística que desmonta definitivamente el mito de la apatía popular hacia la regionalización.
El 71% quiere reabrir el debate sobre la creación de regiones administrativas;
El 75% sostiene que esta decisión debería tomarse mediante referéndum;
El 57% aboga por la elección directa de los presidentes regionales; el 53% exige más poderes para las autoridades locales y las futuras regiones.
La señal es inequívoca: la sociedad civil va por delante de la clase política. Hay un país real que exige ser escuchado, una voluntad ciudadana que exige estructura, escala y ambición. Solo falta que el poder político rompa con la inercia que se ha instalado y finalmente esté a la altura de las circunstancias.
Es inaceptable seguir considerando Portugal desde arriba, desde dentro hacia fuera, desde Lisboa hacia el resto. Las regiones tienen talento, soluciones concretas y visión estratégica; solo les falta el reconocimiento institucional que les devuelva la capacidad de decisión y los medios para actuar. La ausencia de un nivel intermedio impide una gobernanza coordinada y socava la capacidad del Estado para responder eficazmente a las realidades locales.
En 2026, se cumplirán 50 años de la consagró la regionalización en la Constitución de la República. Cincuenta años de promesas postergadas, discursos vacíos y soberanía democrática truncada en su ejercicio más fundamental: el derecho de las comunidades a decidir su propio destino. Ha llegado el momento de romper con la inacción y dar cuerpo al principio constitucional que tantas veces se ha proclamado, pero nunca se ha cumplido. Regionalizar no significa dividir el país, sino respetar su diversidad. No significa fragmentar el Estado, sino reconstruir la confianza en el proyecto colectivo que nos une.
La regionalización es la prueba decisiva de nuestra madurez democrática. O bien elegimos perpetuar la comodidad del centralismo, a costa del estancamiento y el abandono de vastos territorios, o tenemos la valentía de aceptar que la verdadera democracia no se logra mediante la centralización del poder; se logra donde la gente vive, donde los desafíos son reales y donde los ciudadanos exigen voz. Es hora de devolver el país a sus regiones. Es hora de cumplir finalmente la promesa de la democracia.
observador