¿Y quién nos protege de la policía?

Bernardo Topa tiene 28 años, es azafato de TAP, le gustan los aviones, los deportes y celebrar con amigos. El pasado sábado 18 de mayo de 2025, se vistió de verde y partió a Saldanha para vivir un sueño: el segundo campeonato. Minutos después, ese sueño se convirtió en una noche sin estrellas, en oscuridad permanente. Una bala de goma disparada por un agente de la PSP le arrancó un ojo.
No, Bernardo no era un vándalo. Él no rompió las ventanas. Él no arrojó antorchas. Él no gritó contra la policía. Hizo lo que miles de portugueses hicieron esa noche: celebró. Él tenía derecho a estar allí. Tenía derecho a ver. Y se lo robaron.
La ceguera de Bernardo es trágica. Pero aún más trágica es la ceguera institucional de un Estado que sigue permitiendo que esto suceda. Porque esta bala no se disparó por error. Fue desencadenado por un sistema que legitima el abuso, que normaliza la violencia y que recurre a la mentira como reflejo inmediato.
Primero dijeron que era pirotecnia. Más tarde, ante la metralla extraída durante la cirugía en el Hospital de São José, admitieron que podría haber sido una “intervención puntual”. Único. Como si la pérdida de un ojo fuera un revés, una coma en un párrafo bien escrito. Como si la mutilación fuera parte de un protocolo. Como si el sufrimiento de Bernardo fuera aceptable en nombre de un supuesto orden público.
No lo es. No puede ser.
Ésta es la ceguera más peligrosa. La de una policía que no ve ciudadanos, sólo masas. Eso no distingue entre los que celebran y los que provocan. Eso dispara a todo el mundo. La de una estructura jerárquica que, frente a los perjudicados, responde con frialdad burocrática y la habitual promesa de “investigaciones”. ¿Cuántos más, señores? ¿Cuántos ojos, cuántas lumbares perforadas, cuántos sueños aplastados hacen falta para que nos demos cuenta de que esto no es normal? Que esto no es Portugal. O peor aún, que así podría ser.
No fue sólo Bernardo. Ricardo Santos, en 2021, también perdió un ojo. Otro joven recibió un disparo en la espalda. Otro en la espalda baja. Más palizas. Más vídeos de agresión gratuita. Más versiones contradichas por las imágenes. Y siempre la misma narrativa: los fans como amenaza. Como si el fútbol liberara demonios. Como si vestir de verde fuera un acto subversivo.
Existe una cultura de deshumanización que se ha arraigado en las fuerzas de seguridad. Un prejuicio latente que ve a las multitudes como ganado a controlar, no como ciudadanos a proteger. Y cuando el abuso se legitima con declaraciones que hablan de serenidad mientras hay sangre en el suelo, entonces ya no estamos sólo ante un problema operativo. Estamos ante un fracaso moral.
Surge la pregunta: ¿quién nos protege de quienes deberían protegernos?
La respuesta llega tarde. La reforma llega tarde. Las disculpas no llegan. La justicia no es suficiente. El Estado finge. El PSP reacciona con un lenguaje plastificado. Los líderes políticos se esconden detrás de silencios cómplices. Y Bernardo, él, vuelve a aprender a vivir con la mitad de su visión. Con el cuerpo mutilado. Con el espíritu herido.
Es urgente revisar los protocolos. Entrena mejor. Prohibir las armas que no son letales sino que matan desde dentro. Es urgente sacar del uniforme a los agresores. Es urgente exigir responsabilidades a los directivos. Es urgente crear una nueva cultura, donde la Policía no tema a la afición, sino que la comprenda. Donde no hay balas disparadas en medio de las celebraciones. Donde un joven como Bernardo puede regresar a casa con los ojos llenos de lágrimas… pero de felicidad.
El sábado no fue así. El sábado Portugal se volvió más pobre. El sábado, la victoria del Sporting quedó empañada. Y no por sus partidarios. Pero por un disparo cobarde, y por una ceguera mayor: la de quienes se niegan a ver que hay vidas que se destruyen por la arrogancia de quienes deberían servir.
Bernardo Topa ya no verá con los dos ojos los goles de nuestro club. Pero nosotros, que todavía podemos ver, no tenemos derecho a mirar hacia otro lado.
Porque la verdadera ceguera es institucional. Y contra eso es que hay que luchar.
observador