'Animales peligrosos': ¿hombre u oso... o tiburón?
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Hace 50 años, el 20 de junio de 1975, el cine cambió para siempre. Y la relación con el mar de millones de bañistas vacacionales en todo el mundo. Primero, porque fue el germen del blockbuster, un taquillazo que plantó la semilla de las sagas, las secuelas y del hambre de hacer mucho mucho dinero con las películas: 260 millones de dólares sólo en Estados Unidos, una cifra inimaginable hasta entonces. Segundo, porque jugó con los peores miedos del ser humano, los monstruos reales, y los plantó en un contexto de cotidiana posibilidad. Ya en sus proyecciones de prueba, Steven Spielberg, su director, sabía que Tiburón sería un éxito. "En cuanto terminó una de las primeras escenas, en la que muere el niño en la balsa, un hombre sentado en la primera fila se levantó y salió corriendo, en dirección hacia el lugar en el que Spielberg seguía la proyección. Al llegar al vestíbulo, el hombre vomitó en la alfombra; después fue al lavabo y regresó a su butaca. Dijo más tarde el director: '¡En ese momento supe que la película sería un éxito!'", cuenta Peter Biskind en Moteros tranquilos, toros salvajes. La generación que cambió Hollywood (Anagrama, 2004).
La saga Tiburón contó con varias entregas, algunas más atinadas que otras. También le salieron primos segundos de otras nacionalidades, copias descaradas, como la mexicana Tintorera (1977), de René Cardona Jr. O la italiana L'Ultimo Squalo, de Enzo Castellari, que en España se distribuyó como Tiburón 3, para aprovechar el tirón del éxito de Spielberg y antes de que las multinacionales pudiesen crujir a los pícaros, lo que obligó a cambiar el título de la tercera original.
Después llegaron homenajes de gran presupuesto, como Deep Blue Sea (1999), de Renny Harlin, y parodias low cost, como -también convertida en una saga- Sharknado (2013), de Anthony C. Ferrante, con tornados transportando tiburones tierra adentro. También China ha producido su propia propiedad intelectual escuala, Megalodón (2018), y ya en el terreno del delirio encontramos tiburones contra crocosaurios, dinoescualos y condrictios de dos y tres cabezas.
La última propuesta llega desde las aguas refrescantes de Australia y viene con la etiqueta de calidad de la Quincena de los Directores del pasado Festival de Cannes. ¿Es que Cannes ha bajado los estándares o es que Animales peligrosos, de Sean Byrne, ha conseguido darle una vuelta a un género más que resobeteado? Un poco las dos cosas. Por un lado Cannes parece querer quitarse la etiqueta de apolillamiento clasista en un momento que las nuevas generaciones abrazan el relativismo cultural y los contenidos de corte más popular y público más amplio. Por otro lado, Sean Byrne ha tomado como inspiración el debate viral en redes "hombre u oso" -en el que se pregunta a las mujeres si, durante un paseo solitario por un bosque, preferirían encontrarse con un hombre o con un oso- para fusionar dos terrores cotidianos: los asesinos en serie y los tiburones. Animales peligrosos replantea la pregunta: ¿hombre u oso... o tiburón?
La respuesta es una película entretenida, que toma prestados los tropos de ambos géneros y que elige como protagonista a una reina del grito, Zephyr (Hassie Harrison) que representa la forma más extrema de la mujer independiente: es una surfista sin casa -vive en una caravana-, sin familia y que busca sexo sin compromiso. Es el tótem feminista de las pesadillas del hombre neoconservador. Es la versión más cool de la mujer de los gatos. Y toda la película se sostiene sobre esa tensión y ese equilibrio entre la crítica al individualismo contemporáneo y la pareja tradicional. Entre medio, un asesino en serie bastante disparatado: Bruce Tucker (Jai Courtney) es un marinero -también solitario- que organiza viajes turísticos para ver tiburones, de esos con jaula submarina, y que esconde una afición un tanto criminal: utilizar a sus víctimas como carnada.
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Zephyr pasa sus días surfeando las olas, de playa en playa, de cama en cama. Hasta que un día, después de no querer quedarse al desayuno postcoital de un ligue, Moses (Josh Heuston), que se queda emocionalmente a ella, se topa con Tucker, que la secuestra y la lleva a alta mar. ¿Por qué Tucker la ha elegido a ella? Porque lleva semanas observándola y, como no tiene ni casa ni amigos ni novios ni familia ni facturas que pagar, nadie la echará en falta. Porque Bruce Tucker, en su intimidad, podría salir de una película de Brian de Palma o correrse juegas con el Buffalo Bill de El silencio de los corderos (1991). Aunque el componente sexual de la parafilia de Tucker no está excesivamente subrayada, se sobreentiende que es la frustración sexual que le empuja al asesinato: sólo se excita con las películas snuff que graba él mismo con una mini dv. Jai Courtney, de puertas para fuera, es el epítome del macho ciclado, peludo, testosterónico. De puertas para dentro, su faceta reprimida y bailonga.
La primera parte de la película es la más convencional. Al igual que hizo Spielberg en Tiburón, Sean Byrne prefiere dejar a los escualos en los claroscuros que enseñarlos a plena luz del sol, y no es hasta el último tercio que la película se desboca y se convierte en un survival sangriento y frenético. Antes, la película indaga en las similitudes entre la víctima y su verdugo: los dos son animales heridos, con cicatrices de la vida, solo que una se protege del mundo y deriva sus desengaños en una vida sin contacto emocional y el otro... mata gente.
La fotografía de Shelley Farthing-Dawe eleva también un film con naturaleza de serie b, con algún que otro problema de verosimilitud y que tiene en su villano su mejor activo. Animales peligrosos es un entretenimiento refrescante en esta ola de calor pirolítico y sequía en las carteleras, pero está muy lejos de ser un título memorable de festival de clase A. eso sí, al final consigue responder la pregunta: ¿hombre o tiburón, qué es más peligroso? Y la respuesta... ya la saben.
El Confidencial