Un ensayo clarividente de El Cid que no va a gustarle a Santiago Abascal
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¿Quién fue El Cid realmente? ¿Un mercenario? ¿Un traidor? ¿Un vasallo leal? ¿Un agente doble entre cristianos y musulmanes? ¿Fue todas esas cosas a la vez? ¿Una construcción idealizada? ¿Un juguete de Franco? Nora Berend no responde desde los dogmas, sino desde el contexto. Ubica El Cid en una proto-España cuyas lealtades eran negociables, las religiones se entrecruzaban sin pureza y la noción de identidad nacional estaba a siglos luz de las nociones contemporáneas. Berend nos recuerda que El Cid luchó por el el dinero, el poder y la gloria, y que sus conquistas en Valencia no fueron un acto de cruzada, sino una operación de geopolítica y de caudillismo.
El ensayo que nos ocupa (
Bien podría removerse de la tumba Menéndez Pidal, responsable él mismo de haber mitificado y manipulado la memoria de El Cid a partir del Cantar. Adoptó el poema no como un ejercicio de fantasía lírica, sino como una fuente historia cuya repercusión hizo de El Cid el españolazo visionario y canónico, el mito fundacional de la “nación” misma. Por esa misma razón Franco lo adoptó como el emblema absoluto de la Reconquista y de la cristiandad, celebrando el aura providencial que incorporaba la película de Anthony Mann (1961).
El franquismo contribuyó a financiar la superproducción. E hizo de Charlton Heston la imagen sublime y purísima de las virtudes hispánicas. Dios lo ungió contra los musulmanes. Y adquirió la dimensión de un santo laico que propagó su “reinado” fuera del espacio y del tiempo.
El franquismo contribuyó a financiar la superproducción. E hizo de Charlton Heston la imagen sublime de las virtudes hispánicas
Nora Berend se ha propuesto suprimir la pátina de la propaganda y de la idealización. Quizá no sepamos del todo cómo era El Cid, pero al menos conocemos cómo no era. Ni divino, ni precursor, ni español ejemplar ni ejemplarizante. Bastante tuvo Díaz de Vivar con significarse en las brumas del medievo a caballo de las contradicciones, aunque la mayor tergiversación proviene de la lectura posterior a su muerte y a los cantares que lo resucitaron hasta convertirlo en un sujeto irreconocible. Leamos.
-“Rodrigo Díaz no actuó como cruzado, sino como caudillo independiente, al margen tanto de la autoridad real como de los ideales de una guerra santa”.
-“La construcción de El Cid como símbolo nacional español implicó silenciar sus alianzas con musulmanes y su carácter autónomo respecto a la Corona.”
-“La realidad medieval de la península fue más ambigua, más fluida y más diversa de lo que la narrativa reconquistadora ha querido admitir.”
-“La memoria de El Cid ha servido para justificar guerras, legitimar regímenes y construir mitologías nacionales.”
Quizá no sepamos del todo cómo era El Cid, pero al menos conocemos cómo no era
Las conclusiones entrecomilladas de Berend caracterizan una lectura histórica y política que nos obliga a repensar más el presente que el pasado: nuestras obsesiones con la identidad, nuestras nostalgias imperiales e imperialistas, nuestras falsas certezas sobre quiénes fuimos y quiénes somos.
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No va a gustarle a Santiago Abascal la lectura de este ensayo ni los desmentidos de la España gloriosa frente al yugo musulmán. Berend opone la Historia a sentimentalismo. Y recela de las construcciones fantasiosas, empezando por las condiciones en que se produjo la conquista de Valencia
Rodrigo Díaz de Vivar, tantos años mercenario al servicio de las taifas musulmanas (como Zaragoza), comenzó a actuar por cuenta propia en el levante peninsular. En 1092, aprovechó el caos político en la taifa de Valencia tras una revuelta interna y el asesinato del cadí Ibn Yahhaf (con apoyo almorávide), para iniciar un asedio prolongado a la ciudad.
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El cerco duró varios meses, posiblemente más de un año. El Cid utilizó tácticas de bloqueo económico y militar para debilitar a los defensores. Y fue capaz de entretejer alianzas indistintas con musulmanes y cristianos. Finalmente, en junio de 1094, Valencia se rindió y El Cid tomó posesión de la ciudad. No actuó como vasallo de ningún rey, sino como caudillo autónomo. Gobernó la ciudad hasta su muerte en 1099.
Nora Berend nos matiza que El Cid debería percibirse más como un síntoma que como un símbolo. Tuvo mérito luchar a la vez contra musulmanes y cristianos, pero más prodigioso nos resulta haberse enfrentado a los historiadores… y demostrar que acaso luchaba por y para sí mismo.
El Confidencial