La visita de Eli Sharabi

Esta semana recibimos en la embajada a Eli Sharabi, un israelí de 53 años que vivía con gran amor junto a su esposa y sus dos hijas adolescentes en Be’eri, una aldea en Israel cerca de la frontera con Gaza. El 7 de octubre, en cuestión de horas, su vida se transformó por completo. Su esposa y sus hijas fueron asesinadas con brutalidad, y él se encontró con el infierno.
Incluso nosotros, diplomáticos israelíes que ya hemos escuchado muchas historias tristes de aquel día maldito, no pudimos contener las lágrimas mientras Eli nos contaba esta semana lo que vivió durante un año y cuatro meses. Y todo el tiempo recordábamos que aún hay 58 israelíes allá, en condiciones que ningún otro sitio en la tierra puede igualar.
Y sin embargo, Eli no está quebrado, al contrario: transmite fe y optimismo. Con un tono sereno y tranquilo, nos contó una pequeña parte de lo que le tocó vivir. Cuando fue secuestrado de su casa y llevado al primer apartamento donde estuvo retenido, civiles palestinos se abalanzaron sobre él en un linchamiento brutal. Siempre recalcamos que nuestro conflicto es con Hamás y no con el pueblo palestino y es cierto, pero hechos como este, demuestran que la intensidad del odio es un obstáculo enorme.
Durante un mes y medio estuvo retenido en un apartamento, con las manos atadas detrás de la espalda y los pies fuertemente amarrados con cuerdas. El dolor en los hombros y las heridas profundas en las piernas causadas por las cuerdas eran insoportables. Cada día perdía el conocimiento por el dolor durante dos o tres horas.
Un día lo trasladaron a un túnel subterráneo. Allí estaban retenidos también otros rehenes israelíes, y todos hacían lo posible por cumplir una sola misión: sobrevivir. Después de unos meses, tres de ellos, gravemente heridos, fueron llevados a otro lugar. Eli creyó que los llevaban de regreso a casa, para recibir tratamiento médico en Israel, para su horror, descubrió que habían sido ejecutados a sangre fría.
El último túnel donde estuvo Eli se encontraba a 50 metros bajo tierra. Se bañaba una vez al mes, con una botella o un cuenco de agua. Sus piernas estaban encadenadas permanentemente con grilletes pesados que no le permitían dar pasos de más de 10 centímetros. Las heridas en las piernas le dolían todo el tiempo.
Eli sabía siempre que su destino estaba en manos de sus captores. De vez en cuando lo golpeaban, le rompieron costillas. Tras esos episodios de violencia, sufría dolores intensos durante semanas y le costaba respirar.
Y el hambre. A veces comía un plato de pasta al día. A veces una rebanada de pan. Por uno o dos días no parece grave; durante medio año, es insoportable. A veces guardaba un cuarto de rebanada para la noche y la comía durante quince minutos, miga por miga. Por la noche alucinaba con cenas familiares, con amor y abundancia. Parecía una fantasía lejana. Los terroristas solían comer frente a él, disfrutando de los paquetes de ayuda humanitaria que llegaban a Gaza. A él no le daban nada. Eli pesaba 70 kilos antes del cautiverio. Después de aquel infierno, regresó con solo 44 kilos.
De vez en cuando conversaban con los terroristas. Le preguntamos en la embajada si los miembros de Hamás que lo custodiaban pensaban que iban a ganar. “No”, respondió. “Saben que no lograrán destruir el Estado de Israel. Pero les importa luchar, hacer daño, destruir lo más que puedan. Si eso lleva a la muerte de su propia gente – que Alá se apiade. La yihad, según nos decían, la guerra santa, es más importante que la vida”.
Después de todo lo que vivió y de la enorme pérdida que sufrió, Eli sigue adelante por un objetivo claro: liberar a los demás rehenes. Cada minuto que ustedes están leyendo estas palabras, hay personas bajo tierra, aterradas, agonizando, reuniendo hasta la última gota de fuerza humana para resistir. Hay que liberarlos. Ahora.
* La autora es gregada de Diplomacia Pública de la Embajada de Israel en México.
Eleconomista