Hermann Bellinghausen: Llegada al Huizachal

Hermann Bellinghausen
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espeinaba el viento la maleza del Huizachal. Mirando hacia el centro, a lo lejos asomaba la gran ciudad. Ahí, norte poniente, sin la bendición de verdaderos bosques, se extendían arbustos tupidos, magueyales y llanos sin fin. En los bordes del Distrito Federal comenzaba la construcción de colonias en lotes fraccionados que dieron pie a los primeros fraccionamientos
de la interfase con el estado de México, en franca explosión de Naucalpan a Tlalnepantla y más allá, hoy indistinguibles en la maraña de concreto y asfalto que dio en llamarse zona metropolitana y que hacia el fin de siglo sería la urbe más poblada del sistema solar.
Los terrenos próximos pertenecían al Ejército, en el vasto traspatio del Campo Militar Número Uno, entonces de ominosa fama por aquello de los estudiantes del 68 reciente, su tortura, prisión o muerte. Rumbo a un Tecamachalco despoblado que empezaba a existir, y luego La Herradura, estaban la Fábrica de Armas y un campo de tiro. El Huizachal se mantenía como una zona agreste, penetrada si acaso por canchas llaneras de futbol que animaban la zona los sábados y domingos con la asistencia de ligas, cofradías y equipos de parroquias y colegios de la ciudad. El trazo de las nuevas calles, un tanto ondulado, recibió nombres de purititos generales, de Carranza y Obregón a Joaquín Amaro, el novelista soldado Francisco Urquizo, Benjamín Hill y hasta un general de rango similar, pero no oficial: Emiliano Zapata.
A la mamá de Orlando el Huizachal urbanizado le pareció perfecto, quería aire limpio para su hijo, su posesión más preciada. Aunque posesiva, lo que se dice posesiva, no era, como probó más adelante. Sola, marginada por su pretenciosa parentela, vivía de pintar para las familias ricas de Guadalajara y la capital. Sus bodegones, precisos y preciosos, adornaban comedores y salas de residencias en Las Lomas, El Pedregal de San Ángel y Polanco. Como a la gente le gustaba ver plasmada en el lienzo su propia vajilla de Viena o Talavera, sus floreros de Bohemia o Tlaquepaque, y sus anaqueles estilo colonial, le abrían la puerta de sus mansiones para pintar, o al menos bocetar in situ el futuro bodegón. Confesaba el modesto orgullo de ver sus óleos compartir paredes y salones con Tamayo, Siqueiros, Cuevas o su héroe Luis García Guerrero.
El sueño de Elenita era una gran ventana, o varias, en su estudio. Para eso había comprado la casa, no tan especial, parecida a las demás de la calle y de la flamante colonia. La recámara de arriba tenía grandes ventanas que miraban al sur y al poniente, en la entonces línea divisoria final entre el campo y la ciudad. El escenario ya no existe, lo arruinaron más colonias, avenidas, puentes, centros comerciales y pasos a desnivel, olvidando la historia de todos aquellos bordes del valle de México donde antiguos señoríos mexicas obedecían al tlatoani de la isla mayor.
Con tanta luz alegrándoles la cara, Elenita y su cachorro instalaron vida y bártulos en el Huizachal. Las torres de Satélite ya existían, el Anillo Periférico conectaba con el sur capitalino y en general con la urbe, desesperada por crecer y adensarse, como adolescente a quien urge que se le noten las formas, los afeites y la disponibilidad.
Conservadora y hasta mocha como parecía Elenita, debido a los golpes de la vida se había formado un criterio muy amplio. Libre del marido borracho y tormentoso, no quiso más hombres en su vida. Las historias familiares que contaba, con sal, pimienta y fingido pudor, eran todo un Peyton Place de pasiones, traiciones y perversidades decadentes de la burguesía. Nada la espantaba, ni el rock que sorbía el seso de Orlando ni sus manuales de marxismo, ni los condones ni el olor a mota. Confiaba en él más que en sí misma, y aunque Orlando era atrabancado y desordenado, siempre correspondió la confianza materna.
Aún así lo agarró desprevenido el día que ella le dijo: sabes qué, es hora de que vivas por tu cuenta y te mantengas
. Digo, estaba chavo, a esa edad no trabajábamos ninguno de sus amigos. Se sacó de onda primero, pero cambió la jugada a Elenita. Anunció que se marcharía al norte
de aventón y sin dinero para trabajar donde pudiera. Al principio Elenita se opuso. Pronto cambió de parecer. Mal que bien Orlando había aprendido inglés.
Las cosas se desenvolvieron muy rápido. A las pocas semanas Orlando se andaba despidiendo de los cuates. La propia Elenita lo llevó en su Opel amarillo hasta la caseta de Tepozo-tlán. Él cruzó a pie y puso el dedo. No tardó mucho para que un tráiler lo subiera. Elenita lo vio alejarse rumbo a Querétaro.
Se sucedieron unas cuantas postales, una de Sonora y las otras en estados raros como Iowa u Oregon. La siguiente fue del Yukón, donde se empleó de leñador y ganaba rebién. Al año y medio regresó, más flaco, pero todavía fornido e irrompible, vistiendo una camisa de franela roja a cuadros, de leñador, que se convirtió en su uniforme. No regresó al Huizachal con su madre, y por ella mejor. O eso fue lo que dijo.
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