La violencia del color

Los fauvistas, abanderados por Henri Matisse en 1909, se consolidaron como movimiento radical de la vanguardia francesa al inicio del siglo XX, cierto. Quizás respondía a una intervención artística, por hablar así, nacida de una anécdota feliz. Era la advertencia de un crítico airado, pero de contundente credibilidad –Louis Vauxcelles– al abandonar el Salon d’Automne de París de 1905. Defendía la agresividad de los colores puros y sus funciones en el relato rotundo de la pintura en alza, la difusión europea del impresionismo tardío, señalando además a Matisse como voz tonante de esa tendencia belicosa. Sencillamente: las fieras. Matisse quedaba como “inventor” del fauvismo, quebrando el mito añejo del artista solitario, arraigado en una secuencia de exigencias figurativas diáfanas: sintetización, organización y expresión con tenue presencia oriental.
Aun así, las formas eran para el maestro francés meras exteriorizaciones de la “intuición intelectual del mundo sensible”, aunque mirando con atención, el juego rítmico de los planos que define las construcciones de Matisse negaba esa arriesgada interpretación teórica y tomaba partido por la emoción activa que rehará las creaciones formales a la manera ideal de un “trasmundo” de cerrada estructura interior. Hasta aquí la propuesta.
Las formas eran para Matisse exteriorizaciones de la “intuición intelectual del mundo sensible”Sin embargo, los retratos simultáneos de Matisse de 1905 introducen en el complicado espacio constructivo del pintor mítico componentes expresivos que acentúan la entonación: acaso La Ciotat, de Georges Braque, condensada tela de 1907 de tracería más bien puntillista, demuestra los titubeos creativos de los fauves, todos geniales coloristas en apresurada calificación de Roger Fry, que vivió el momento genuino. Y aquí se perfila difusamente el cubismo, movimiento de compromiso volumétrico en sus convicciones que imponía su presencia pública con premuras figurativas antifauvistas, que los paisajes soberbios de Braque en L’estaque de 1908 asimilaría de inmediato Pablo Picasso en Horta de Sant Joan. “Para los cubistas, intuía premonitoriamente Daniel-Henry Kahnweiler, siempre alerta, el mundo exterior apenas contaba como alusión fortuita sin lugar en la reproducción plástica cubista”, así de claro. Y aquí toma cuerpo curiosamente la singularidad beligerante del cubismo: el contenido formal y el radicalmente objetual deben aunarse ahora para alcanzar el equilibrio que culmine la obra de arte.
La voluntad abierta cubista, como queda demostrado por la iconografía radical del momento, trabaja el espacio representativo a través de planimetrías construidas que impulsan el volumen con fuerte dependencia cézanniana, sin duda, y las tentativas figurativas del primer cubismo –el de Fernand Léger, Albert Gleizes, Jean Metzinger– consiguen notable eco público a través de la transparencia de esa depuración formal, sugiero por mi parte. Picasso añadirá enseguida complejidad plástica con Les demoiselles d’Avignon (1907) que insinúa la visión simultánea como necesario artificio eficaz. El cubismo apunta certero a la descomposición de los objetos plásticos en razón de su estridente carga formal, como acertadamente visualizan el collage y el papier collée, siguiendo el protagonismo de la imaginación mediante unos objetivos dinámicos que aportan significados artísticos ajenos a los contenidos tradicionales de la figuración clásica.
Una visitante observa 'Paysage à l’Estaque', del artista francés Georges Braque
STEFFEN SCHMIDT / EFEDicho en plata, el objeto artístico desafía de este modo sin escrúpulo la obra de arte. Et voilà la revolución triunfal de las estéticas vanguardistas del momento. Nacían los “relámpagos de la revolución plástica”, como afirmaba Hans Richter al reconstruir la aventura en 1916, la otra naturaleza del arte quebraba las desbordantes fantasías del arte europeo y sus ismos, para avanzar iniciativas formales en una generalización plástica severa a ojos vistas. El dadá es inmediato, interventivo como la naturaleza, e intenta situar cada cosa en su lugar, a la búsqueda de un significado limitado a través de medios limitados. La metamorfosis natural del arte, por así decir. Como vio con lucidez admirable Walter Benjamin, se trata de dejar hablar a las cosas insignificantes de la realidad –el mundo del hombre– hecha añicos por la punzante exigencia plástica en conflicto. Se renuncia a la elaboración estética y se autoriza al pintor a imaginar a su criterio, en libertad absoluta –“Trozos de papel, hule, periódicos”, escribía Guillaume Apollinaire en 1913, acaso un correctivo de peso para los cubistas–. La Grande Guerre zanjará a fuego las inseguridades a un precio que todavía lamentamos y aún nos abruma. Pero, en esencia, qué es el arte sino un frente de desafío.
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