Turismo macabro: de Hiroshima a las pruebas nucleares en Australia

El 10 de agosto de 1945 el géologo Shogo Nagaoka (1901-1973) residente en Otake, prefectura de Hiroshima, regresó una vez más al sitio donde había impactado la bomba y que había visitado el día después de la catástrofe. Su intención: recolectar muestras de lo que había quedado. De hecho, poco o nada: el calor de la explosión había barrido con casi todo. Sobrevivían tejas, cascotes, botellas, guijarros descoloridos y achicharrados, objetos que, a partir de entonces, acumuló en su casa para estudiar los efectos de la destrucción. Integrante del Departamento de Geología y Mineralogía de la Universidad local, fue convocado para conformar el equipo que se encargó del análisis petrográfico de una ciudad reducida a escombros. Con su colección, realizada con precisión, registrando la orientación de las cosas y midiendo la dirección y el ángulo de las sombras dejados por los rayos térmicos, Nagaoka pudo calcular el hipocentro de la explosión.
En 1949, al lado de la Cámara de Comercio de la ciudad, se abriría el Centro comunitario de Chuo que incluía una sala de referencia con los artefactos creados por la bomba atómica y coleccionados por Nagaoka. Años más tarde, estos se integrarían al Museo por la Paz, establecido en 1955 bajo su dirección y que hoy atrae a más de 100 millones de visitantes anuales, exhibiendo, además, documentos y objetos personales. "Las huellas de la maldad", como las llamaba Nagaoka, fueron reunidas gracias a la colaboración de otras personas que las entregaron a una institución que, por mucho tiempo, funcionó con el geólogo como único empleado
Nagaoka, que había estudiado en Manchuria, no se conformó con recopilar objetos y hacer una colección para su ciudad: varios de estos fragmentos se distribuyeron en varios museos del mundo. Entre otros, el consorcio museístico Powerhouse de Nueva Gales del Sur, posee algunos fragmentos de piedras y tejas de confección tradicional pero calcinadas por la bomba. El catálogo los describe como material de construcción recogido por Nagaoka aquel fatídico agosto de 1945 y que, por lo visto, este le entregó al cabo australiano Fredrick Harold Spring, llegado a Japón como parte del escuadrón 77, en diciembre de 1947.
Dos años más tarde, en 1949, Spring las donaba en una caja al Museo Australiano de Sydney, el cual, en 1950, las transfería al Museo de Tecnología y ciencias aplicadas de dicha ciudad. Hoy, forman parte de las colecciones de Powerhouse, una asociación de museos establecida como un diálogo entre las ciencias y las artes aplicadas, el diseño, la innovación y la tecnología y que contiene más de 500.000 objetos en su inventario. Entre ellos, aquellas piezas de Nagaoka pero también las botellas de U-LA, un agua mineral radioactiva "made in Australia" y comercializada por Geo Hall e hijos en la década de 1920-30. Hoy estas colecciones son estudiadas por los arqueólogos que, en distintas partes del mundo se dedican a la basura nuclear, un interés casi intrínseco a esta disciplina cuyo núcleo, no olvidemos, son los desechos humanos de todo tipo.
Así, el último Congreso Mundial de Arqueología realizado en la última semana de junio de este año en Darwin, Territorio del Norte en Australia, contó con una sesión organizada por Tracy Ireland y Steve Brown, profesores de la Universidad de Canberra, y John Schofield de la Universidad de York en el Reino Unido. La misma se denominó Patrimonio nuclear y arqueología contemporánea, dedicada a la cultura material nuclear y a las narrativas industriales, militares y científicas. En su propuesta, el estudio de esa basura tóxica y sus consecuencias –que incluye al turismo- podría contribuir a discutir las políticas públicas sobre energía nuclear. En un país como Australia, rico en minas de uranio, con un pasado no desdeñable de explosiones atómicas experimentales y sus víctimas - estos temas están a la orden del día.
Sin necesidad de dejar esta isla gigantesca, a unos miles de kilómetros, en el sur australiano, entre 1956 y 1957, en el marco de la Guerra Fría, el ejército británico detonó siete pruebas nucleares en Maralinga y dos en los campos del Emu, acompañadas de una serie de ensayos más pequeños. No por nada más de uno dice que la saga de Mad Max es una metáfora o un documental de la vida en Australia. Lo cierto es que con esas explosiones, se contaminaría una área bastante extensa, de donde, con anterioridad, se había desplazado a la población aborigen la cual, sin embargo, continuó habitando en la „zona prohibida“ por más de un lustro.
Restos de una peluquería en Hiroshima.
En 1995, el gobierno británico hubo de compensar a las víctimas con unos 14 millones de dólares, En esa misma década, Maralinga se „limpió“, es decir, se procedió al entierro de incontables kilogramos de plutonio en fosas poco profundas y sin revestimiento, en una geología inadecuada para contenerlos, una intervención que, al mismo tiempo, creaba un depósito, un estrato de la historia tecnológica y política del siglo XX. Ningún arqueólogo, ningún paleontólogo irá a excavarlos: el mapa nuclear de Australia y muchos carteles, alertan de su paradero y nadie, hoy en día, iría, como en 1945, a juntar esas piedras con sus manos. Eso no impide que esta „Zona“ no se haya transformado en un sitio de atracción turística que promete un recorrido por uno de los lados más siniestros de la historia local y que, en 2019, ganó el premio a turismo sudaustraliano.
Ruinas de una casa en la ciudad arrasada.
Philip Stone, de la universidad de Lancashire, seguramente clasificaría ese itinerario en su espectro del turismo macabro que, según él, desde hace unas décadas, prolifera y genera ganancias en el universo entero. Para Stone, los desastres y las atrocidades se están convirtiendo en una característica cada vez más omnipresente en la oferta turística que incluye viajes espirituales donde supuestamente el viajero se confronta con la experiencia de la muerte y el dolor.
Nagaoka no llegó a ver la transformación de su museo en un polo del turismo masivo por lo que tampoco pudo reflexionar sobre el destino absurdo de los trabajos y las cosas, como esas, las que un geólogo coleccionó entre las ruinas del desastre: un pedazo de teja, un guijarro, un trozo de tierra chamuscada.
Clarin