Vuelve, Mary Poppins

Para mí, la infancia es una imagen descolorida, que trato de pintar en color, de Mary Poppins, interpretada por Julie Andrews, descendiendo por el cielo humeante de Londres, intrépida y serena, sostenida por un paraguas negro más poderoso que cualquier paracaídas. Cuando éramos niños, Mary Poppins era una especie de bruja, un sueño en forma humana. Ella volaba y hacía volar, entraba en dibujos pintados con tiza sobre el asfalto, decía palabras difíciles como “supercalifragilísticoespialidoso” , pero todo parecía sencillo e inexplicablemente fácil de conseguir. Hace unos meses volví a ver Mary Poppins y sentí muchas cosas que se nos escapan cuando somos niños (o quizá no se nos escapan tanto). Es solo que nosotros los adultos necesitamos ser salvados muy a menudo.
Es difícil olvidar la icónica escena en la que aparece el banco en el que trabajaba el señor Banks, el padre de los niños. Retratado como un edificio impenetrable, intransitable en muchos niveles, gris, una prisión. En ese camino hacia el Banco, la noche en que lo despiden, ese padre camina al mismo tiempo hacia una muerte simbólica y hacia una liberación. El Banco representa, de muchas maneras, el mundo de los Hombres que han dejado atrás su infancia, que la olvidan y no son capaces de recuperarla, ni siquiera cuando se convierten en padres. Y cuando uno de los hijos, en un gesto de incomparable inocencia e inteligencia tan propio de los niños, le ofrece a su padre dos monedas y le dice “esto solucionará todo, ¿no?” El padre simplemente responde “gracias”, pero podemos leer en su rostro que es en ese momento que se da cuenta de que lo que tantas veces resuelve las cosas es un corte, aunque sea simbólico, y aunque no se pueda completar al 100%, dada la forma en la que la sociedad nos obliga a vivir.
A lo largo de la vida hay imposiciones y obligaciones para todos los momentos si queremos aceptarlas. Hay mil razones por las que no deberíamos estar presentes, mil razones por las que siempre hay cosas más importantes, mil razones por las que deberíamos hacer las cosas a la manera de los demás, mil razones por las que nunca deberíamos volver a ser niños. Pero ninguna razón es tan buena como la que tantas veces dejamos desvanecer en nuestro interior: que la vida es nuestra mientras la tengamos, por más que se nos intente escapar y por más que nos hagan creer que la vida es de la empresa en la que trabajamos, del Estado al que debemos rendir cuentas, de las decenas de peticiones diarias que nos piden vivir un poco menos y ser un poco más aburridos, más grises, más formateados, más responsables. La responsabilidad más importante que tenemos en nuestras manos es no dejarnos morir demasiado rápido, pero hay demasiadas personas que tardan demasiado en comprender esto (e irónicamente, es una de esas cosas que es mejor no tardar demasiado en comprender).
Y que Mary Poppins no es más que una película, y que la vida real no es, ni de lejos, tan sencilla y que no existen salidas tan elegantes, eso ya lo sabemos. Pero tampoco podemos renunciar para siempre al libre albedrío que corre por nuestra sangre. Nuestros hijos continuarán nuestra sociedad y aún tenemos tiempo para criar hijos para quienes las ilusiones de las imágenes, los fuegos artificiales de la exageración, la montaña rusa del consumismo y la glotonería del egocentrismo significan poco.
Los niños necesitan llenarse de lo que hay a disposición y, por mucho que queramos convencernos de lo contrario, los niños se sienten perdidos cuando nos ven a nosotros, los adultos, llenándonos de cosas que no les interesan en absoluto. Estamos muy preocupados por lo que está pasando en los teléfonos celulares y televisores. Hablamos muy poco de las personas reales y las conocemos cada vez menos. Nos quejamos de que los niños no nos escuchan, pero ¿qué derecho tenemos a exigirlo si nosotros, como adultos, sólo sabemos escuchar a nuestro propio ego? Los niños saben que a los adultos les gusta hablar sin escuchar.
Mary Poppins es perfectamente capaz de ser una especie de brújula moral que todos llevamos dentro, pero que muere o se desvanece si no la cultivamos. Es una capacidad que se nos desalienta a tener todos los días y que nadie considera importante cultivar. Una capacidad para inventar y hablar sobre lo que no se puede ver. Una capacidad de decir “tonterías”, esas cosas poco ilustres, pero que definen nuestra Humanidad más que cuando intentamos ser algo distinto de lo que no somos.
observador