¿Cómo seguirá el camino de la reforma?

El 18 de mayo de 2025, saldremos a las calles para ejercer uno de los derechos más importantes de una democracia: el voto. Al votar, elegimos a quienes nos representarán en la gestión y el debate de asuntos que nos conciernen a todos.
Los portugueses tenían clara su elección de quién querían para dirigir el país. Decidieron renovar su confianza en un proyecto que se había interrumpido abruptamente. Invirtieron en credibilidad, trabajo y dedicación. Reforzaron la AD y dijeron que sí a que la obra continuara. Hubo sorpresas: para algunos, buenas; para otros, no tanto. Algunos partidos crecieron, otros perdieron terreno, algunos se mantuvieron estables y otros surgieron por primera vez. Algunos, incluso debilitados, lograron mantenerse en la arena política, sobre la que se ha vertido mucha tinta. No celebraré más aquí la valiente lección de humildad que el pueblo dio a la izquierda.
La preocupación es otra, mucho más importante. Ahora que el proceso electoral ha terminado, surge una pregunta profunda: ¿para qué gobernamos en 2025? En las últimas décadas hemos caído en el terrible error de pensar que gobernar es un fin en sí mismo, que la política es simplemente la gestión de la vida cotidiana y el mantenimiento del poder por sí mismo.
Pero lo cierto es que un barco no está hecho para navegar sin rumbo, sino para llegar de un punto específico a otro. De la misma manera, el gobierno no está hecho para gestionar, ¡sino para gobernar! Su objetivo es revelar una visión específica del mundo, de la sociedad y del papel de Portugal en el siglo XXI.
Nunca ha sido más importante asegurarnos de tener una visión para los tiempos en que vivimos. El globalismo ha traído amenazas inesperadas a nuestras identidades nacionales, el consumismo desenfrenado amenaza con reducir al ser humano a un producto/mercancía, el radicalismo político busca crear una sociedad dividida y violenta para reinar sobre las ruinas, y el tejido social que nos une se vuelve cada vez más frágil a medida que la familia, la amistad y la sociedad civil son reemplazadas por el Estado. Los desafíos de nuestro tiempo son grandes y se esperan respuestas igualmente grandes.
Sin embargo, los cimientos de nuestra vida en comunidad son frágiles, y cuando los tiempos se tornan caóticos, la tendencia es dejar de lado la moderación y ceder ante la falta de control. Alzamos la voz, respondemos a los extremos y adoptamos posturas extremas. Nada podría ser peor para el destino de Portugal en esta etapa de nuestra vida en común. Al ruido se responde con el silencio del trabajo, al caos con la moderación, al radicalismo con las reformas.
Éste será el gran desafío de los partidos moderados en los próximos años: ¿cómo reformar Portugal en una dirección que minimice las tensiones sociales, garantice la prosperidad colectiva y conduzca al país hacia una misión y un propósito comunes?
Estas siempre han sido y siguen siendo las preocupaciones fundamentales de mi partido, el CDS-PP. Siempre hemos creído que el personalismo es más importante que las luchas de clases, las luchas de género o cualquier otra fragmentación identitaria. Siempre hemos creído que el hombre es más importante que el Estado y que ni el Estado puede utilizar al hombre para sus propios fines, ni el hombre puede utilizar al Estado para su propio mantenimiento. Siempre hemos creído en la libertad de pensamiento y en que quienes ven el mundo a través de las anteojeras de un único prisma están dispuestos a hacer lo que sea para imponerlo. Siempre hemos visto la familia, la comunidad y el Estado como esferas distintas, pero con un elemento común: el pegamento social que nos une en nuestras diferencias y particularidades, y siempre hemos creído que lo correcto y necesario está por encima de lo útil o agradable. Ser miembro del CDS siempre ha significado creer en estas ideas. Ser miembro del CDS sigue significando creer en todo esto.
¿Y ahora? Ahora empiezan los desafíos. El AD ha hecho más en 11 meses que muchos otros gobiernos en décadas para afrontar estos desafíos. Ha restaurado la paz social, pacificado la administración pública, optimizado el aeropuerto, ayudado a los jóvenes a comprar viviendas, enfrentado los desafíos de la inmigración, fortalecido nuestra defensa, combatido los intereses creados en nuestra cultura, y habría hecho mucho más si su camino no se hubiera interrumpido.
Sin embargo, aún nos queda un largo camino por recorrer. Debemos rescatar la función pública de la avaricia política a la que se ha visto sometida, creando una función pública autónoma, aún más capaz y dedicada al servicio público, libre de los elementos nocivos que la parasitan y la bloquean.
Necesitamos aumentar la autonomía de las escuelas, garantizando su libertad para educar, gestionar sus presupuestos y procesos de contratación. Sabemos que cada vez se espera más de las escuelas, pero no podemos aceptar esta visión del profesorado como sustituto de la sociedad en su conjunto. El profesorado educa, esa es su vocación. Moderar conflictos, gestionar la cultura, promover la literatura, brindar apoyo psicológico e incluso garantizar la seguridad y la legalidad —todas responsabilidades del profesorado— debe cesar. Si el aula está sobrecargada de responsabilidades —y lo está— es porque les hemos transferido demasiadas responsabilidades que no les corresponden. Muchas de ellas son responsabilidad de los padres y madres, y otras de la sociedad civil. Podemos empezar por aquí.
Debemos adoptar una visión fría y racional del Estado. El Estado no puede ser el botín de guerra que alimenta intereses y emplea a quienes los tienen. El Estado está para servir, y si no está para eso, no está para nada. Necesitamos límites inamovibles para las responsabilidades públicas. Hasta ahora, que sea del César; de ahora en adelante, que sea del pueblo. Debemos combatir los proyectos mesiánicos de quienes lo prometen todo a todos, de quienes dan lo que no tienen solo para atar a quienes lo necesitan a sus intereses. El Estado debe proteger a quienes necesitan una red de seguridad, pero no puede permitir que algunos vivan indebidamente a expensas del Estado (es decir, de todos nosotros), donde la inteligencia vale más que la honestidad y el esfuerzo.
No podemos permitir que nuestros empresarios sigan asfixiados por la carga fiscal, ni que los salarios se estanquen porque las plusvalías van a parar a las arcas públicas y no a los bolsillos de los trabajadores o los creadores de riqueza. No podemos permitir que se bloqueen los parques inmobiliarios porque no se agilice la tramitación de licencias o porque nos negamos a colaborar con empresas privadas. Lo mismo ocurre con la sanidad, la educación y la movilidad.
En la eterna lucha entre lo privado y lo público, debemos ser claros: el que mejor funcione debe ganar. Si es privado, que así sea; si es público, que así sea. Esto solo puede suceder si todas las organizaciones se rigen por su responsabilidad social y por la solidez de los contratos y compromisos que han asumido. No puede haber cabida para dividendos políticos, competencias amañadas ni para los intereses omnipresentes de lo privado o lo público. Nuestro dogmatismo no puede estar con uno u otro, sino con lo correcto o lo incorrecto.
Estos cambios son posibles. Estas transformaciones están a nuestro alcance y son absolutamente necesarias. Este es el momento en que el país clama por respuestas, a las que los reformadores deben estar preparados. Esto requerirá humildad, capacidad de diálogo, sentido de misión y la difícil tarea de dejar de lado las ambiciones y los egos en favor de soluciones colaborativas, estructurales y permanentes. Los casi 900 años de existencia de Portugal nos pesan profundamente. La historia recordará nuestros esfuerzos o lamentará nuestro fracaso.
¿La alternativa? Simplemente mirar a nuestro alrededor y preguntarnos: ¿es esto lo que queremos? La respuesta depende de cada uno. Yo ya la tengo.
observador